TERMINAL VIEJA
TERMINAL VIEJA
Por Abel Navarro
Las personas bajaban por las calles como un río crecido. Todos querían llegar antes del anochecer para no perderse de nada. El cielo cargado de nubes y la humedad insoportable inquietaban a la muchedumbre que parecía desesperar aún más con la posibilidad de la tormenta.
Exaltada por el incesante movimiento y el colorido de los juguetes, particularmente la calle 24 de septiembre era un corredor de hormigas obreras cargando incontables objetos, muebles, comida, electrodomésticos, rodados; en fin, cada transeúnte cargaba un pedazo de sueño en sus hombros, algo que sería para el agrado del otro o de sí mismo, un acto de amor genuino y fraternal. En sus rostros había apuro y preocupación, pero también alegría y expectativas de pasar una noche inolvidable.
20:30 hs:
Los que bajaban para la zona del parque 9 de julio iban lentamente colmando la esquina de la terminal vieja, en la cual aún se vendían arbolitos, colchonetas de agua, pelotas de playa y una innumerable cantidad de baratijas y chucherías plásticas; la gente se agolpaba, billete en alto, reclamando atención inmediata entre gritos e insultos y se mezclaban a empujones con los que recién llegaban desde el centro.
Comenzaba a correr el rumor de que los colectivos dejarían de hacer el recorrido a las 20:00, y no a las 22:00 como habían anunciado en el informativo.
En efecto, las personas que esperaban en las paradas para ir a la Banda, Lastenia y Alderetes, ofuscadas reclamaban:
-“Hace 45 minutos que espero, qué falta de respeto, mi marido debe estar que explota”. Decía una mujer gorda con varias bolsas de comida en su regazo.
– “¿Y yo?, lo espero al 125 hace más de una hora y el chiquito se me está cagando desde la plaza Independencia”. Reclamaba una joven con tres niños pequeños, los cuales lloraban en sincronía, cargando el ambiente con una telaraña de electricidad invasiva, doliente; haciendo del mal humor un arte del odio. En fin, todos querían llegar rápido a casa, y eso parecía ponerse cada vez más complicado.
Sólo unos pocos privilegiados respiraban profundo y se animaban a pagar esporádicos taxis, que en algunos casos cobraban tarifa doble por tratarse de este día tan especial. “Claro, ellos tienen plata para ir en taxi hasta San Juan, yo apenas le compré este triciclo pa’ m’hijo”, le decía un viejo a otro esperando el 123.
La calma se iba agotando. La gran mayoría sabía que no quedaba otra opción más que esperar, y muchos llevaban más de una hora allí. Comenzaban los llamados desesperados por celular. Una mujer cargando un ventilador con un brazo, hablaba por teléfono, decía con el ceño fruncido: ¡pedile la moto a tu hermano, no me importa si estás machao, drogao, lo que sea, vo vení a buscarme!
En medio de la tensión, doblando hacia la terminal, irrumpe un colectivo destartalado de la línea 129 que se dirigía al barrio “La Milagrosa”. La gente le cerró el paso y lo obligó a detenerse, ya que al parecer el chofer tenía toda la intención de esquivar la muchedumbre por la cantidad de pasajeros que ya había levantado en las paradas anteriores. Mediante amenazas y algunos escupitajos se vio obligado a abrir la puerta, amontonar a los que ya venían adentro y hacer subir ordenadamente; primero a los que realmente se dirigían al barrio “La Milagrosa”, y luego los que eventualmente podría ir dejando cerca de sus destinos. En ese orden vinieron los que iban a La Banda, luego Lastenia y por último a Alderetes. Pero mientras iban subiendo, en la fila comenzaron los problemas. Un muchacho fornido increpó a otro, le dijo: “Vos no sos de la Banda. Yo te conozco. Vos sos de Lastenia ¡qué te haces el vivo!”. En ese momento se desató una gresca que desarmó la precaria fila. Aprovechando la distracción, el chofer del 129 terminó de subir a los últimos y cerró la puerta acelerando a fondo para alejarse de tal barbarie. Todos vieron con impotencia desfallecer una porción de sus esperanzas en ese abarrotado colectivo que se iba.
21.30 hs.:
El ambiente en la terminal terminó por enajenarse, se tornó aún más insoportable que la espera en sí, la duda que sembraba en todos, la posibilidad o no del anhelado último colectivo a casa. Ya no importaba nada, “con sólo pasar el puente Lucas Córdoba y me salva la vida”, repetía la gorda con las bolsas de comida que parecían comenzar a derretírseles entre sus brazos.
Seguían corriendo los rumores de que los colectivos realmente habían dejado de circular a las 20:00; por otro lado, la mujer que cargaba el ventilador y a la cual nunca la pasaron a buscar, aseguraba haber escuchado al chofer del 125 mencionar que aún quedaban algunos coches andando. Nada firme, solo rumores rebotaban en el techo metálico de la gran garita de espera.
Los puestos de la terminal parecieron ponerse de acuerdo y en unos diez minutos se hallaban cerrados y con sus luces apagadas. Los muchos indecisos que perdieron la oportunidad de comprar sus regalos abandonaron quejosamente la terminal vieja, dejándola semivacía, dándole al grupo que esperaba sus colectivos, el aspecto de animales enjaulados por la soledad y la incertidumbre.
Un grupo de aventurados jóvenes no esperó más y se lanzó a pie hacia La Banda. Lo siguieron varios que iban para la zona como en una procesión religiosa, con la cabeza baja y el paso monótono.
La terminal quedaba con un grupo pequeño de ilusionados.
La desesperación y la impotencia se apoderaron de algunos que comenzaban a insultar al aire. Otros propusieron organizarse y levantar denuncias contra las empresas de colectivos por haber mentido. Los viejos que esperaban el 123 en cambio habían abierto una caja de sidra de sus compras. Bebían y conversaban desprendidamente de la situación. La mujer con el ventilador yacía sentada aventándose el rostro con una revista, mientras esperaba su ángel motorizado.
La noche se cernía indefectible por sobre el cielo, y la eclética paleta de sonidos de la ciudad lentamente se apagaba. El silencio comenzaba a sentenciar la resignación de aquellos que no habían querido irse.
De repente, frente del grupo que quedaba, estaciona un par de autos desvencijados, desde los cuales sus choferes parecían gritar ocultos como desde una cueva: “¡a precio del boleto, La Banda, Lastenia, San Juan!”.
Todos se miraron fijamente a los ojos. Sabían que muy probablemente eran los últimos dos autos rurales compartidos del día.
De forma salvaje comenzó la disputa por un lugar en algunos de aquellos milagrosos vehículos. La jovencita con los niños se aprovechó de su desventaja. Era delgada, pero atenazó por los aires a sus tres hijos con un fuerte abrazo y empujó con ellos al frente tomando la delantera. Se sacó de encima a los dos viejos, que en ningún momento soltaron las últimas dos botellas de sidra tibia que les quedaban y subió primero; al lado del acompañante. Apiló como sillas de baile a sus tres hijos arriba de sus piernas y exhaló una larga y ruidosa carga de aire contenido. Su cara enrojecida por el esfuerzo se apoyó en la espalda de uno de ellos y no se movió más. Los que venían atrás se ubicaron entre insultos y empujones en el poco espacio que quedaba. Cuatro transpirados y tensos pasajeros; los cuales, invadidos por el odio se apretujaron obligadamente atrás. Desconocidos, que sostenidos por una hilacha de moral cívica, comprendieron que lo habían logrado, que llegarían a casa. Rápidamente dejaron de insultarse e implícitamente colaboraron para acomodar los regalos que cargaban.
De forma simultánea, la carrera hacia el otro auto fue más frenética. La gorda de las bolsas llevaba la desventaja. Reaccionó tarde tratando de evitar perder su comida. Los viejos de las sidras no pudieron subir al primer auto, estaban desaforados. Como un equipo de lucha libre tomaron cada uno los pulposos brazos de la gorda, y sin soltar sus botellas se adelantaron para ocupar los dos últimos lugares que quedaban. En el forcejeo, los brazos derrotados de la gorda dejaron caer las bolsas de comida; las cuales se abrieron, y casi sin tocar el piso, tres perros callejeros se llevaron en un remolino de gruñidos un pollo al spiedo el cual se desintegró a los pocos metros.
Las papas fritas regadas a su alrededor coronaron aquel trágico final. Su cuerpo pesado quedó inerte y por un momento no pareció importarle lo que acababa de vivir. Llevó sus manos a su rostro y arrojó un largo llanto mientras se dirigía corriendo al baño de la estación de servicio de la esquina. Los viejos, sin ninguna muestra de piedad, miraron sonrientes a la gorda que se alejaba llorando y bebieron lo poco que les quedaba. Festejaban aquellos dos extraños, su trabajo en equipo, aquel logro heroico; quizá en el fondo festejaban la afinidad espontánea que había ayudado a soportar aquella angustiante espera.
Cada auto partió con el chasis al ras del piso, 7 ocupantes en cada uno, bicicletas, secarropas, triciclos e innumerables cajas colmaban sus baúles y sus techos.
Tirando una cortina de humo grisáceo se alejaron ruidosamente de la terminal vieja hacia el este.
22:30 hs.:
Casi nadie circulaba ya en aquellas calles, que hacía unas horas habían estado colmadas.
Un viento tibio comenzó a correr elevando por los aires una nube de bolsas plásticas y papeles, haciéndolas danzar en un lento remolino. Traía también aquella repentina brisa, un tufo a basura fermentada, mezclada con pólvora y rastros sutiles de alcohol.
La mujer del ventilador, sola en la terminal, leía un mensaje aún sentada en una escalinata donde se abanicaba la cara.
Abruptamente se levantó cargando aquel pesado ventilador y subió a una moto que llegó intempestivamente. Y así partió, zigzagueante y etérea.
-“¡Borracho, borracho, borracho!”. Le gritaba ella, hasta que desaparecieron detrás del telón oscuro del parque 9 de Julio.
Imagen de tapa: Leonel Alexander MARCHESI, Un muchacho como yo. Resina polyester policromada. 60x18x20cm. 2020