De la cocina a la Plaza
Ella camina, dando vueltas y vueltas a la Plaza, cada jueves desde hace cuarenta años. Ella marcha por los hijos de todas, con su pañuelo blanco cubriendo su larga y hermosa cabellera ondulada. Al final de las marchas, ella resucita la memoria con su voz tranquila, pero segura y firme, para reclamar verdad y justicia. Ella ha atravesado todos esos años con angustia y dolor, pero también con amor constante y tenaz resistencia. Ella es ya un emblema en esta ciudad llena de paradojas y contradicciones. Ella es Sara Mrad, Madre de Plaza de Mayo, y este es su profundo y conmovedor y testimonio.
De la cocina a la Plaza
“Uno no escoge el tiempo para venir al mundo”, dice un poema de la poetisa nicaragüense Gioconda Belli. Y a las Madres de Plaza de Mayo nos tocaron tiempos de nacer y crecer en una sociedad demasiado conservadora y patriarcal, tiempos en que la estructura social, la religión y el Estado habían asignado a las mujeres el rol de ser el pilar afectivo de ese núcleo fundamental para la organización social: la familia. Lavar, planchar, cocinar, la atención de los hijos, el acompañamiento al marido, eran las tareas desde donde construíamos nuestro mundo y nuestra felicidad en un espacio pequeño y acotado.
Y llegaron ellos, con la ignominia y la perversidad a cuestas. Llegaron ellos con la obscenidad del terrorismo de Estado. Llegaron ellos, impunemente, con las manos sedientas de sangre. Persiguieron a Nuestros Hijos por las calles, por las Universidades, por los lugares de trabajo, derribaron puertas, tomaron por asalto nuestras casas, se los llevaron. Y uno queda perturbado, con un frío intenso que le recorre el cuerpo, y ya no hay huesos ni músculos que puedan mantenerlo erguido.
El golpe es brutal para toda la familia, madres, padres, hermanos. Es, en ese instante, que todos enmudecemos. Un silencio penetrante se adueña de la relación familiar. Sólo las miradas parecieran ser las portadoras de las palabras, miradas cargadas de desolación, de angustia…Por momentos algún comentario en voz baja, casi un susurro, es lo que intenta romper con esa tensión y ese aislamiento en que cada integrante de la familia se sumerge…
El tiempo transcurre implacable. Días y noches sin dormir. El insomnio persistente, sintiendo que los minutos pasan de a uno, que las horas pasan de a una, que los días pasan de a uno… y uno los va contando con los ojos abiertos, con la mirada detenida en el techo de una habitación en la que impera el silencio. Y la familia también desaparece, sumida en la espera de que alguien golpeara a la puerta o el timbre del teléfono nos anunciara la llegada de una llamada que nos alivie. Pero nada de eso sucede. La espera es infinita. La espera es inútil…
En muchos casos los padres fueron dejados sin trabajo y los que continuaron trabajando estaban obligados al mutismo y al aislamiento. “De eso no se habla” era el mandato.
Sin tropiezos y desenfrenada, es la carrera de la soledad. Los amigos ya no están. Los otros familiares se alejan, no vienen más a nuestras casas y los vecinos, cuando salimos a la calle, apuran el paso para entrar en sus casas, para no saludarnos, sumergiéndonos aún más en esa desolación gélida y persistente.
De esto no hablaban los medios. No hablaron nunca de que la desaparición del hijo o de la hija implicaba también la desaparición de la familia y no hablaban tampoco de la tortura que significa el “no te metás”, “el algo habrán hecho”, o el más cruel de todos: “el silencio es salud”.
Las sillas vacías, las camas prolijamente tendidas, las sábanas limpias pero frías, ausentes de cuerpos que les dieran la tibieza imprescindible, terminaron con nuestro mundo pequeño y acotado. Así las Madres nacimos nuevamente, haciendo añicos las rejas del “manual de las buenas costumbre” que nos exigía esa sociedad conservadora que silenció, ocultó, y en muchos casos, aplaudió el secuestro, la tortura y la muerte.
No fue fácil salir de la cocina a la plaza para marchar cada jueves, cada jueves de todos los meses, cada jueves de todos los años, durante cuarenta años… Esa plaza que nos acunó, nos contuvo, nos aglutinó, porque era y es, el espacio donde nos sentimos iguales, con el mismo dolor, la misma lucha, los mismos sueños, la misma esperanza…Esa plaza, fiel testigo de que las Madres nacimos del amor rebelde de los Hijos; Madres, engendradas en el útero revolucionario e irredento de los Hijos, fecundado y fertilizado en la solidaridad, en el sueño colectivo, en el sueño compartido por los pueblos. Es, en esa plaza, que por amor, nuestras lágrimas se convirtieron en puños, transformando nuestro dolor en lucha inclaudicable, para “Vivir Combatiendo la Injusticia”.
Porque como dice aquel poema de Gioconda Belli que mencioné al principio:
Uno no escoge el país donde nace
Pero ama el país donde ha nacido.
Uno no escoge el tiempo para venir al mundo;
Pero debe dejar huella de su tiempo.
Nadie puede evadir su responsabilidad.
Nadie puede taparse los ojos, los oídos,
Enmudecer y cortarse las manos.
Todos tenemos un deber de amor que cumplir,
Una historia que nacer,
Una meta que alcanzar.
No escogimos el momento para venir al mundo:
Ahora podemos hacer el mundo
En que nacerá y crecerá
La semilla que trajimos con nosotros.
Sara Mrad
Asociación Madres de Plaza de Mayo
Filial Tucumán
Fotografías: Gentileza Sara Mrad.
Imagen de tapa: Carlota BELTRAME, Lugar común (Fragmento). Instalación-vereda de baldosas modelo “vainilla” con mapas de Tucumán calados en su centro (fragmento). 80 m². Fotografía: Alonso/Albornoz.