CLASIQUÍSIMA
Anoche estuve en el concierto de Horacio Lavandera con la Camerata Bariloche. Un genio de apenas 28 años, que parece de casi 15, máximo. Tengo que confesar que soy la persona más ignorante de la galaxia en lo que concierne a la música clásica. Sólo conozco los Nocturnos de Chopin, UN concierto de Tchaikowsky, DOS sinfonías de Beethoven (algún día de este siglo escucharé las otras siete, pero no prometo nada, para no decepcionar a nadie), UN concierto de Rachmaninoff, y desde hace como un mes, UNA sonata de Franck. Y hasta ahí. Por ejemplo, ayer aplaudí al final del allegro. Malísimo. Por suerte, como 200 personas me acompañaron en el error. Para la próxima, tengo que esperar a que la orquesta toque algo que parezca un final fortíssimo (se dice así?) o escuchar a la gente cultísima gritar “Bravo!”, y recién lanzarme a aplaudir como una loca sin remedio.
Pasé como 12 minutos tratando de desenvolver un caramelo en medio del concierto. La culpa es del San Martín, que tiene una acústica a-lu-ci-nan-te. Durante el allegro, desenrollé las puntitas del papel, bien despaciiiito y suaaaave. Ahí como que empezó el adagio, y tuve que quedarme piola. Después aproveché el allegro assai (¿?) y logré desenvolver todo el caramelo. Pero cuando estaba por masticarlo (era un masticable, no había otra), Lavandera empezó una parte re tranqui y me paralicé. El caramelo empezaba a derretirse en mi boca sin cumplir su misión en la vida: ser masticado por un ser vivo. Una entrada majestuosa de la Camerata me permitió saborear mi retrasada golosina, finalmente, mientras también terminaba el Cantabile-Presto. (No crean que entiendo ALGO, sólo lo estoy copiando del programita que nos dieron).
Me quedó como la sensación de que Mozart tenía una tendencia a la sobredosis de notas: no me quedó ni UNA sola melodía en la cabeza. Pensé en una canción pop de García, una sola nomás, como Viernes 3 am, que la escuchás una sola vez y se te queda pegada para toda la vida. O uno de esos nocturnos de Chopin que te taladran el músculo cardíaco, con ese romanticismo que te desequilibra y ahí te querés tomar el blister entero de Rivotril. Igual, el concierto fue muy bonito, casi perfecto. Repito, soy demasiado ignorante de la música “culta”. Lo mío es la música popular. Cuando era chica, era re fan del rock sinfónico que, tocado en vivo, te permitía comer una veintena de caramelos sin que nadie lo notara. Anoche eso era imposible. La gente que tosía, se moría de la vergüenza, pobres. Los que se movían en el asiento, como para descontracturarse un poquito, después pedían perdón telepáticamente al resto del auditorio. “Mil disculpas, pero se me durmió la pierna”. “Lo siento en el alma, pero tenía que absorber y luego exhalar aire de los pulmones”. Y los que tenían que pararse para ir baño de manera urgente, en medio del “pianissimo”, eran después increpados por sus acompañantes con cosas como “¿Qué te pasóoooooo????” o “¿Tu bisabuela pasó a mejor vida AHORA, y te llamaron justo en el andantino?” “¿Cómo te vas a perder el leit motiv de Adiós Nonino? Estás loco!” A un tipo al que anoche le sonó el celular con una cumbia como ringtone, casi lo linchan. Ahí tenían razón: yo también lo hubiese linchado, delante de su perro y su hámster.
En fin. Precioso concierto, el de anoche. Me quedaron como cuatro masticables en el bolsillo del tapado. Los voy a deglutir cuando toque Divididos, en Noviembre, en Floresta, haciendo un ruido infernal. No Mollo y compañía, sino yo, con los papelitos de celofán. Qué bonita palabra, “celofán”. La voy a usar en una canción. Hace siglos que quiero volver a componer. No música clásica, obvio, sino cancioncitas de dos o tres acordes, con alguna melodía que te conmueva los sábados de lluvia, nada más. Con eso me conformo. Una vez, hace unas cuantas décadas, le hice escuchar unos temas míos a un amigo (un tipo híper talentoso, maldito) que parece que tenía muchas expectativas puestas en mi tarea compositiva. Le mostré una canción, y me dijo, tajante y decepcionado: “Pero si sólo hacés canciones!” Y yo me quedé con culpa por varios días, porque no sólo no había compuesto una sinfonía o una sonata que conformara a mi amigo, sino que ni siquiera sabía cómo se llamaba NINGÚN acorde de los que tocaba en la guitarra. Y ahora, tampoco. Y bueh. Se hace lo que se puede, gente. Y Mozart podía. Y Lavandera también. Mi único objetivo en la vida es que UNA sola persona pueda salir del bar o el teatro donde canto, tarareando bajito tres gramos de la melodía que me escuchó cantar. Poquito, no? No importa, eso quiero. Nada más.
Quieren un masticable de dulce de leche? Quieren? Me quedó uno.
Patricia Salazar
Ilustración: Patricio Corvalán