LAS RUINAS DE LA DISTANCIA
A través de un trabajo de curaduría, Andrei Fernández y un grupo de artistas emergentes se preguntan por los posibles rastros que en ellos pudo dejar un horror que no vivieron. Permitiendo que su memoria los habitara, trabajaron en una olvidada casa de memoria para crear una muestra de cuyo derrotero nos hablan, revelando así las preguntas que sobre la última dictadura cívico militar se hacen muchos jóvenes de nuestro país.
LAS RUINAS DE LA DISTANCIA [1]
Andrei Fernández
Estoy desnudo en el medio del patio
y tengo la sensación de que las cosas no me reconocen.
Parece que detrás de mí nada hubiese concluido.
Fabián Casas
Mi vida como fragmento
Nací el 10 de diciembre de 1983. Al comenzar la escuela primaria, alguien me dijo que ese día “había vuelto la democracia”. Ahí comenzaron mis preguntas, las que me llevaron a conocer diferentes relatos sobre lo que había sucedido los años anteriores a aquel día en que mi madre me parió. Crecí sin entender mucho, pensando que todo eso pertenecía al pasado, que no era mi historia. Pero cuando en el principio de mi adolescencia Antonio Domingo Bussi fue elegido gobernador de mi provincia (Tucumán) pude oír otras voces, gritos que me permitieron saber más allá de lo que se murmuraba en mi entorno cercano. Recuerdo que había gente que lo llamaba “asesino” y pedía que estuviera preso; y también que había otras personas que lo apoyaban y no decían que fuera inocente, sino que justificaban que hubiera matado y/o hecho matar a personas que había que eliminar para que hoy todo estuviese en “orden”. Desde pequeña tuve una educación católica, por lo que fue muy confuso que las personas con las que cantábamos y rezábamos en la iglesia justificaran la condición de asesino ya que sabíamos que “no matarás” era un mandamiento divino.
Crecí en un barrio cerca de una vía y cañaverales recortados con la presencia, aún, del Perro Familiar. Decían que se lo veía cerca de lo que había sido una estación, aunque no estaba claro si se trataba del perro o de su fantasma (el fantasma por su condición de eternidad nos asustaba mucho más). Nunca pude llegar hasta donde lo veían, pero alguna vez sí escuché sus cadenas rotas arrastradas por la calle. Años después supe que el lugar señalado como el punto desde el cual ladraba el perro-fantasma, era un pozo tapado, una fosa común, en donde estaban escondidos los cuerpos de personas asesinadas, el Pozo de Vargas.
La primera década del nuevo siglo, fue como una avalancha. Conocí a un tío que se había exiliado para sobrevivir hacía más de 30 años, y después, a tantas personas que habían perdido a sus familiares y compañeros; los vi llevar los retratos de los ausentes sobre el pecho, en marchas, juicios; los vi en el cotidiano defender la lucha por la justicia social. Silenciosamente, comencé a caminar con ellos. También conocí a un hombre que había sido guerrillero, me contó cosas que no había escuchado ni leído en ningún lado. Cuando murió, ya viejo, sus compañeros sobrevivientes lo despidieron cantando la Zamba del Grillo y su cajón, envuelto con la bandera del partido, fue tapado con tierra. Poco después, viajé hacia el sur de la ciudad que siempre llamé “Tucumán” (ya que para mí Tucumán era eso, sólo su capital) y ahí, a menos de una hora de viaje del lugar en donde siempre había vivido, conocí gente que había sido detenida, torturada, que tenían personas amadas “desaparecidas”, víctimas de la violencia y del terror, que habían sido protagonistas de un sueño revolucionario. Muchas de esas personas nunca habían dicho ni denunciado nada. Llevaban cuarenta años en silencio.
Así fui comprendiendo que la última dictadura cívico militar sólo era el fragmento terrible de una historia que iba más allá de mi vida y de mi núcleo familiar, pero que esa historia también era mía.
Exponer fragmentos
En febrero de 2017, Proyectil, un grupo de jóvenes artistas tucumanos me propuso curar una exposición para el 24 de marzo en una casa marcada con una placa como “sitio de memoria”, en San Miguel de Tucumán. La Casa Coronel (frente a la que pasamos tantas veces quienes estudiamos en la Facultad de Artes) fue el hogar de una familia secuestrada y desaparecida, posteriormente fue habitada por su secuestrador, y casi treinta años después, expropiada por el Estado.
Desde las primeras reuniones que realizamos con el grupo para pensar cómo abordar este proyecto, apareció el problema de la “distancia”. Algunos de los artistas convocados expresaban que la dictadura y el pedido de justicia relacionado a los crímenes de lesa humanidad eran algo que sentían muy lejano o demasiado cerca. Cualquiera de las dos posibilidades los inmovilizaba. Así, decidimos trabajar realizando acciones a partir de algunos relatos en torno a diversas memorias especialmente vinculadas a los años previos a la dictadura de 1976. Por supuesto aparecieron historias vinculadas al llamado “Operativo Independencia” cuyo juicio a sus ejecutores, en nuestra provincia, se encuentra en desarrollo desde 2016. No nos propusimos producir “obras de arte”, ni sentimos necesario señalar la autoría de cada gesto expuesto. Así, en casi todas las acciones que se podían reconocer durante la inauguración de la muestra[2] habían participado por lo menos dos personas.
En el proyecto participaron los artistas: Antonella Aparicio, Javier Juárez, Esteban Zelarayán, Solana Cajal, Rocío Valdivieso, Pablo Díaz Lescano, Paulo Burgos, Sonia Ruiz y la joven investigadora Daniela Domínguez.
Daniela compartió con nosotros dos entrevistas realizadas meses atrás en las que rescata los relatos de dos hermanos oriundos de Caspinchango[3], quienes tienen un hermano en común desaparecido[4]. En sus testimonios, relatan el modo en el que vivieron el inicio de la dictadura; él detenido clandestinamente, ella acompañando a su madre en la búsqueda desesperada y la espera de que sus hijos algún día regresaran. Rocío, Esteban y Solana trabajaron a partir de estos relatos, cada uno realizando diferentes recortes y tomas de decisiones con el fin de hacerlos “visibles”. A su vez, Paulo expuso un ensayo audiovisual que había realizado años atrás, en el que aparecen fragmentos de entrevistas a habitantes del Caspinchango tucumano y su homónimo catamarqueño del cual, el audio del video no puede comprenderse debido a la constante presencia de un “ruido” generado como parte de la pieza. Aquel escenario de utopía y muerte hoy es retratado haciendo foco en los carteles de “propiedad privada” que limitan la entrada a las actuales fincas de limones.
Durante poco más de un mes, visitamos semanalmente la Casa Coronel. En este proceso intercambiamos materiales diversos (libros, películas, archivos gráficos) a partir de los cuales nos señalamos posibilidades y compartíamos descubrimientos. Algo recurrente en este intercambio fue el miedo a nombrar; la imposibilidad de elegir palabras para hablar de aquello con lo que, hasta ese momento, no habíamos sentido pertenencia directa alguna. Una cierta incomodidad fue también constante, quizás por la dificultad de entender cuál podría ser nuestro aporte a esta resistencia por la memoria de la que nunca nos habíamos sentido protagonistas. Apareció también el sentimiento de que, lo que parecía haber quedado atrás, ahora se hallaba encima nuestro. Pablo propuso construir una imagen reproduciendo una foto de archivo de la escena posterior a un enfrentamiento urbano, una imagen con ruinas, el eco de explosivos y siluetas corriendo a lo lejos. La pieza fue armada con impresiones láser en hojas A4 que se extendían a lo largo de casi cinco metros desde el piso hasta cerca del techo, montada de manera tal que no permitía que el espectador tomara distancia para comprender la imagen.
Sonia por su parte, decidió dibujar en un lienzo otra imagen de archivo del diario La Gaceta en la que trabajadores de un ingenio que acababa de cerrarse enfrentaban con hondas a la policía. Este dibujo fue realizado con un material volátil y luego dispuesto sobre el piso a la entrada de la casa, por lo que los espectadores, al transitar la exposición, iban paulatinamente borrando la imagen representada.
Javier consideró que no era necesario realizar ninguna representación, ya que “todo esto que pasó fue real y está presente”, nos dijo. Propuso componer un jardín que quedara en la casa aun cuando la muestra terminara; como un nuevo modo de habitarla, de regresarla a la vida. En efecto, con la ayuda de un amigo convirtió viejos tachos en macetas y dispuso plantas en el viejo patio que hasta ese momento había estado prácticamente abandonado. Como una ofrenda colectiva, cada uno de los que formamos parte del proyecto pidió a un ser querido la donación de plantas para este jardín[5].
Los fragmentos como ruinas
Comprendemos que no hay una sola memoria, ni una única forma de defenderla, sostenerla o hacerla visible. Haber provocado la dimensión poética de la memoria implicó aceptar, de alguna forma, nuestras mutuas perplejidades, y pensar otra vez y de un modo distinto la dimensión política del arte, su posibilidad de hablar sobre una historia que nos desborda pero que es nuestra, la de las luchas colectivas, más allá de cualquier certeza.
Públicamente, el 22 de marzo de 2017, en Casa Coronel compartimos un cúmulo de fragmentos, de preguntas, de evocaciones subjetivas que erosionaron nuestra propia percepción del presente, más allá de lo cotidiano, de lo virtual, de lo políticamente correcto.
[1] Sobre la exposición colectiva El sonido que ilumina, inaugurada en el marco del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, en Casa Coronel, San Miguel de Tucumán. Organizada por los grupos de gestión cultural autónoma “Proyectil” y “El Pasaje”, con el apoyo de la Secretaría de DD. HH. de la Provincia de Tucumán. Catálogo: https://issuu.com/proyectil/docs/catalogo_el_sonido_que_iluminaweb
[2] El 22 de marzo de 2017.
[3] Pueblo del sur de la provincia de Tucumán.
[4] Se trata de René Armando Castellanos, cuyos restos fueron identificados en el Pozo de Vargas el viernes 3 de junio del corriente año.
[5] Hoy, las plantas continúan en Casa Coronel y conforman un pequeño jardín que irá creciendo y afianzándose.