De regreso, Mirta
¿La educación para adultos tiene un efecto inclusivo y reparador para las personas? ¿Les cambia la vida de alguna manera? Esas preguntas le enviamos a la socióloga María Eugenia Rubio, especialista en Educación para Adultos. Como respuesta, ella nos mandó este ensayo, tan profundo como doloroso, centrado en la vida de una niña entrerriana que es llevada a la Capital Federal para trabajar como empleada doméstica de una familia adinerada.
En un momento de nuestro país en que las clases populares son dejadas de lado -expulsadas, castigadas por ser pobres-, esta historia sobre seres olvidados habla de la urgencia de comenzar a reparar esas heridas. Aprender a leer y escribir es un derecho, y además, uno de los caminos hacia la libertad.
De regreso, Mirta
Por María Eugenia Rubio
¿Quién no fue a la escuela cuando niño? Quien va a sobrar. La llegada de un adulto a una escuela es la llegada de un sobreviviente. La escuela de adultos recibe vidas en las que se atraviesan la historia de un país, el destino de un género y la condena de una clase.
Mirta tenía setenta años. Cursaba la primaria en un centro educativo que funcionaba en la Parroquia Santa Elena. En la CABA, los Centros Educativos constituyen una oferta educativa estatal, pública y gratuita, que funcionan en entidades alojantes. Allí donde se detecta una demanda, el estado envía un maestro, y la comunidad aporta algo que pueda servir como aula. De 14 a 16 hs, en el corazón de la elite porteña, funcionaba un aula que recibía a las mucamas con cama adentro de la zona, en su hora de descanso. Mirta había sido una de ellas.
Nacida en Entre Ríos, a los siete había sido trasladada a la capital, como criada en la casa de una familia influyente. Entró en ese caserón en la década del veinte, y salió en 1990, jubilada. La familia con la que había trabajado en negro toda su vida, le compró un departamento de un ambiente en Lanús y le tramitó una pensión graciable a través de un diputado amigo. Mirta tenía siete cuando entró en esa casa, y sesenta y cinco cuando salió. Su única actividad durante toda esa vida, había sido atender a los patrones y concurrir a la Parroquia Santa Elena, donde tenía amigas, mucamas como ella. La mayoría se iba cuando se casaba. Ella nunca conoció novio. Mirta era virgen. Podría apostarlo. Era como una niña, de siete. Todo el tiempo.
Su pensión era una miseria, por eso venía sólo dos veces a la semana. Desde Lanús a Barrio Parque el viaje era demasiado costoso. Pero Mirta insistía en venir. No conocía a nadie en Lanús. Ni en ninguna parte. Su único mundo estaba en un barrio inaccesible, en el que había vivido siempre, pero al que nunca perteneció.
Dos años estuve en ese Centro Educativo y Mirta nunca logró superar el deletreo. Había un límite neurológico que le impedía avanzar. En los adultos mayores que no se han alfabetizado es muy común encontrar estos casos. Y uno sostiene la palabra de ellos, para que sea dicha, y sea escrita, aunque tenga que hacerse con muletas. Mirta solía escribir “mamá”, todo el tiempo, y recortar palabras que comiencen con m, como su nombre. Pedía siempre esa actividad. Se sentía segura en ella.
Un día llegó con la cara radiante, agitando un sobre en la mano.
– ¡Maestra, me llegó una carta, me llegó una carta!
– ¡Qué bueno Mirta! ¿De quién es?
– No sé, no entiendo. ¿me ayuda?
– Vamos a verla.
Lo primero que noté es que no tenía remitente. En el frente, el sobre decía: Mirta con su apellido, calle tal, Partido de Lanús, Buenos Aires, Argentina, Código postal, todo con letra en tinta azul y manuscrita. Tenía todo el aspecto de una carta personal.
Al abrir, encontré una breve nota tipeada, y firmada a mano con un garabato sobre un nombre: Carlos Ruckauf. Corría el año 1995, y Menem buscaba la reelección. Ruckauf le escribía directamente a Mirta y le decía:
“Querida Mirta: Sé de todos sus pesares, y quiero trabajar junto a usted para solucionarlos y traer paz a su vida y al país. El domingo lléveme a la Rosada con su voto”. Lo recuerdo textual porque me lo anoté en una libretita.
– Ah! Qué lindo! ¿De dónde me conocerá?
Ese comentario, al terminar la lectura, fue la primera señal de su desconcierto.
– ¿Vos lo conocés?
– No.
– Es candidato a vicepresidente. ¿Viste que el domingo hay elecciones?
– Ah, sí, algo escuché.
– Igual vos ya cumpliste 70, así que no tenés obligación de ir a votar.
– No, no. Yo lo quiero votar. Nunca voté. Es la primera vez en mi vida que alguien me escribe una carta.
Cuando escuché eso, todo se detuvo. Una estrategia de marketing básica había dado resultado, al entramarse en una historia de vida de una niña depositada en una casa como criada a los siete años, sin explicaciones, ni misericordia, dejándola traumáticamente sin posibilidad de que sus reflexiones superen las de una criatura sola y asustada. La orfandad, las tierras apropiadas, los pueblos arrasados, el destino de un ser humano empujado por la pobreza a ser una sombra de sus verdugos. Mirta era ingenua, como detenida en el momento en el que fue apropiada por una familia importante. Sin final feliz, ni príncipe, era una cenicienta sin hada madrina. Decidí que no iba a decirle nada sobre la forma en la que se hace ese envío de cartas. El tema, ese día, debía ser explicarle cómo votar, porque ese día, ése era su deseo manifiesto y explícito. ¿Quién era yo para negárselo?
Y me puse a detallar el acto del sufragio, para que Mirta vaya, y ponga su voto por quien ella creía que era el único que la había mirado. Por un segundo, se me cruzó prepararle el sobre con una boleta de otro partido. En definitiva, no sería más que un acto de justicia burlar el cinismo de quienes se aprovechan de estas vidas aplastadas por la historia. Pero no lo hice. No me permití aprovecharme así de ella. Yo no podía ser uno más que se cruzara en su vida para estafarla, ni podía erigirme a mí misma en la dueña de una claridad político partidaria, de la que carecía. Puse a mi pesar la boleta de la lista 2 en un sobre, y le enseñé cómo tenía que hacer el día del acto eleccionario, ajustándome a su deseo, y no al mío. Mirta votó ese domingo. Las teorías sobre el comportamiento del elector quedan incompletas si no se accede a estas intersecciones entre la exclusión, la carencia, la soledad, la infantilización, el cinismo y la democracia.
A partir de Mirta, podemos pensar el cuerpo de la infancia atrapado en la supervivencia, convertido en mano de obra cuasi esclava, por parte de una familia patricia, que cuenta con los contactos suficientes como para que sus obligaciones (ponerla en blanco al menos, que ya ni pensamos en la obvia obligación de alojar a esa niña y darle una oportunidad en tanto niña) se resuelvan echando mano al erario público, con el obsceno atrevimiento de tramitar su retiro vía pensión graciable.
Pienso en la Iglesia, que la recibió durante décadas, y no le otorgó más espacio que el de remendona de pobres, anulando toda posibilidad de que Mirta desarrolle algo remotamente parecido a una conciencia de clase. Pienso en los amigos que circularon por esa casa, durante tantos años, y vieron hacerse vieja a esa niñita, y jamás atinaron a preguntar, siquiera, si iba a la escuela. Pienso en el Registro Civil que le tramitó a los sesenta y cinco años un DNI, en plena Capital Federal, dando cuenta del cautiverio que significó su vida, como NN, en el corazón de Barrio Parque, y la complicidad de tantos funcionarios, sometidos al poder y la influencia de una familia “decente” que tenía secuestrada una mujer, a la vista de todos. Pienso en el marketing político, aterrizando en esa historia, transformando la carencia, la falta, la soledad, en terreno fértil para la cooptación y el manoseo.
¿Qué puede hacer la escuela de adultos en escenarios como éste? Como docentes, tenemos dos territorios: el de la propia militancia, en contra de ese perverso entramado que permite cínicamente que las Mirtas del mundo proliferen, y el trabajo pedagógico de alojar a ese sujeto, histórica, vital y emocionalmente situado.
En efecto, allí estábamos juntas, siendo esa relación en esa escena singular que era un aula a la que Mirta se había acercado para acceder a la palabra, a su palabra. A sus setenta años. Con esa vida, esas traumáticas huellas, esa pausa eterna en los siete años, estaba ahí, sentada, esperando ser alumna, compañera, escriba de su propio cuaderno de clase, y al fin, de su propia vida.
Bibliografía:
- Tenti Fanfani, Emilio. La escuela y la cuestión social. Ensayos de sociología de la educación. Buenos Aires, Siglo XIX, Primera Edición, 2007
- Florencia Finnegan (compiladora) Educación de jóvenes y adultos: políticas, instituciones y prácticas. Buenos Aires, Aique Grupo Editor, 2012
- Carlos Silkar, Pedagogías de las diferencias. FLACSO
Imagen de tapa: Javier JUÁREZ, Banderazo (fragmento). Captura fotográfica de una filmación televisiva de la Marcha docente “Celeste y Blanca”. 0,50 x 1,60 m. 2000.