RECUPERAR LA DEMOCRACIA ECONÓMICA
En el actual contexto de creciente desigualdad económica, el economista Hugo Ferullo plantea la incompatibilidad del modelo económico neoliberal con el de la democracia a fin de revisar críticamente los presupuestos que subyacen en dos ideas nodales reproducidas hasta el hartazgo por el pensamiento dominante. Por un lado, el poder de los mercados para incidir en la vida pública, y por el otro, la idea una “democracia económica” surgida del discurso neoliberal que favorece sólo a los que más tienen. Desde este presupuesto, Ferullo plantea la urgencia de un debate acerca del rol del Estado en la necesaria recuperación de una democracia que pueda considerarse verdaderamente genuina.
RECUPERAR LA DEMOCRACIA ECONÓMICA
por Hugo Ferullo
La tesis que defenderemos en este breve escrito reza que neoliberalismo y verdadera democracia son cosas incompatibles. Entre las exigencias básicas que impone el sistema democrático aparece, en primer lugar, el “ejercicio de la razón pública” y el “gobierno a través de la discusión”, lo que supone de los ciudadanos una disposición subjetiva que, más allá del interés personal como importante móvil de sus acciones, esté también asociada a un compromiso público que los mueva a participar y a buscar influir en las decisiones colectivas. La viabilidad y la capacidad para cambiar las reglas de juego encarnadas en instituciones jurídicas y políticas determinadas integran también el conjunto de requerimientos clave que el sistema democrático impone. Estas condiciones elementales básicas no se cumplen en la Argentina actual, y lo que se discute en este breve escrito es la responsabilidad que le cabe al discurso canónico de la ciencia económica dominante en esta crítica y delicada cuestión. Veamos:
Actualmente, el pensamiento económico dominante enseña que una vez que los mercados “informan” sobre los precios, no hay nada sustantivo referido a la dimensión económica de la vida colectiva que el pueblo tenga que debatir. Todo lo que la gente necesita saber para tomar sus decisiones económicas en libertad está contenido en los precios de mercado, lo que deja al gobierno, en mano de “expertos” en economía de mercado, con la tarea principal de convencer al pueblo para que acepte que es ésta la única verdad que interesa realmente en la vida económica: aquélla anunciada por los mercados y que se manifiesta en los precios de los bienes y servicios. El desarrollo del primer punto de este trabajo está centrado en esta cuestión y, en el punto siguiente, se resume la idea de “democracia económica” que predica la ciencia de la economía cuando se deja impregnar por el credo neoliberal, aceptando de hecho que el “poder democrático” de cada uno depende de lo que tenga en su billetera.
Más allá de la situación argentina, los puntos que acabamos de señalar intentan resumir las dos promesas incumplidas que están, en la opinión de muchos, corrompiendo la médula de la democracia actual en buena parte del mundo llamado “desarrollado”: por un lado, el gobierno a través de la discusión y el ejercicio de la razón pública y, por otro lado, la visibilidad y transparencia del poder, que exige que no exista actor privado con poderes ocultos significativos, invisibles a la hora de decidir cuestiones públicas. Como veremos, el pensamiento económico actual implicado en el neoliberalismo está directa e íntimamente involucrado con el incumplimiento de estas promesas.
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El debate público
El neoliberalismo que impera hoy en buena parte del mundo muestra una visión diametralmente opuesta al ejercicio efectivo, principio de la participación activa de los ciudadanos en un debate abierto sobre los fines prioritarios que la sociedad elige colectivamente perseguir y el uso de los principales medios con que se cuenta para conseguirlos. Lo que el neoliberalismo predica es que el público, es decir el pueblo, tiene que ser un espectador pasivo, atomizado, ajeno a la vida política, recluido en su vida pública a la participación en instituciones del tipo ONGs, obediente, disciplinado por el mercado e ignorante del poder real que, de hecho, tienen los grandes sujetos económicos privados.
En esta visión neoliberal, corresponde al Estado imponer, manipulando a la población si fuera necesario, las políticas que despejen de toda resistencia social al poder que, se asegura, asiste a las corporaciones para definir las reglas de juego de la vida colectiva, tales como contar con Bancos Centrales totalmente independientes de toda presión “política”, o la flexibilización del “mercado laboral”. El objetivo central no es necesariamente la reducción del tamaño del Estado; lo que se busca es, más bien, cambiar sus funciones, usando su poder como instrumento para promover los intereses del “sector privado” de la economía. El “hombre nuevo” tiene que despojarse de todas las ideas, siempre engañosas, ligadas a cualquier actividad colectiva encarada en la búsqueda de conquistar supuestos derechos sociales de un Estado de Bienestar engendrado por movimientos políticos “populistas”.
Frente a la inmensidad de los mercados, este hombre nuevo tiene que buscar su lugar, movido con el único fin de obtener el mayor provecho posible. Y para conseguir este objetivo, a la vez elemental y complejo, se tiene que apoyar básicamente en su propio “capital humano”, sin apelar a ninguna acción colectiva. Su felicidad, por lo menos aquella que resulta posible gozar aquí y ahora, solo puede conseguirla de los mercados. Desde la producción, distribución y reparto de bienes y servicios, hasta el nivel óptimo de crímenes o el número de hijos que puede tener una familia, es el mercado el que dicta las normas que la población tiene que acatar, después de procesar detalladamente toda la información. Así, todo lo que se oponga a lo que el mercado dictamina tiene que ser activamente combatido; por eso se pregona la instauración de políticas represivas que tiendan a fortalecer al Estado en todo aquello que le permita imponer lo que aquél exige, buscando desarmar las organizaciones e instituciones que basan su accionar y sus fundamentos en derechos de los ciudadanos o en una justicia social diferente a la “justicia” distributiva propia del mercado.
La “fobia al Estado” que hoy se manifiesta en buena parte del mundo y que corresponde registrar como un verdadero triunfo político consolidado a través del neoliberalismo, se exhibe una escala globalizada, y es más específicamente una fobia al llamado “Estado de Bienestar”, esto es: a la intervención del gobierno en la vida económica para así atender a la concesión de derechos sociales. Como lo expresó con elocuencia Albert Hirschman, los argumentos típicos usados para defender esta posición en extremo negativa se reducen a formas retóricas muy similares, acentuando la “perversidad”, la “futilidad” o el “riesgo” que acarrean siempre las interferencias del Estado en lo que debería ser tarea exclusiva de los mercados. El credo neoliberal incrementa las críticas al Estado “interventor”, acusándolo de actuar siempre poseído de una fuerza ilimitada de expansión, de un dinamismo propio endógeno que lo lleva necesariamente a invadir la esfera propia de la sociedad civil, favoreciendo a funcionarios ignorantes y mayormente corruptos en contra de los intereses privados de los ciudadanos. Para el neoliberalismo, el Estado “evoluciona” a través de una suerte de proceso ontogenético, con formas que se generan unas a otras: Estado administrativo, burocrático, benefactor, fascista y, a la larga, totalitario. Sólo un presupuesto de tamaño extremismo pudo llevar a autores como Frederick von Hayek[1] a pensar que aceptar las propuestas de políticas públicas efectuadas por un pensador liberal como Keynes, conducirían inevitablemente hacia un “camino a la servidumbre”.
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El poder corporativo y la captura regulativa
La primera meta que el pensamiento neoliberal se propone es desmoronar los argumentos elaborados por el liberalismo clásico con el fin de mostrar la necesidad que tiene la sociedad civil de contar con un Estado capaz de vigilar al mercado, evitando la concentración de poder monopólico privado. Lo que la nueva “verdad” neoliberal propone es, por el contrario, que el gobierno tiene que caducar en su intento de vigilancia de los mercados, simplemente porque se trata de una tarea imposible de cumplir. Por un lado porque el interés individual, es decir, aquello que sirve de incentivo y móvil único de las decisiones y acciones del homo economicus, es esencialmente subjetivo, irreducible e intransmisible. Frente a esto, el poder del soberano es esencialmente incapaz de operar a través de cualquier política pública imaginable; sólo el mercado, con su mano invisible, puede anudar los hilos subjetivos de cada sujeto económico de manera equilibrada.
En la visión neoliberal, la vieja preocupación por el poder monopólico desaparece olímpicamente como inquietud y tarea del gobierno. Esta preocupación figuraba en el centro mismo de la economía política clásica y se trasladó íntegramente al pensamiento neoclásico, como lo prueba la vasta literatura que denuncia las prácticas monopólicas amparadas por lo que George Stigler, de la Universidad de Chicago, denominó “captura regulativa” y que se conoce hoy con el término más pedestre de lobby de las grandes corporaciones para conseguir del gobierno regulaciones de la vida económica que sirvan a sus propios intereses. Toda inquietud por las acciones lobbistas se desvanece en el proyecto neoliberal, con el argumento de que los monopolios, o bien son inocuos puesto que no interfieren en la tarea esencial del mercado que consiste en formar los precios (un monopolista no subirá los precios de sus productos aunque pueda hacerlo por temor a competidores potenciales que, con precios más altos, pueden decidir entrar como oferentes al mercado), o bien son formaciones inestables (prontas a sucumbir frente a nuevos mercados, nuevas técnicas productivas, etc.). Lejos de poner en peligro el buen funcionamiento de los mercados, la presencia de grandes corporaciones contribuye, al acentuar la desigualdad, a provocar las oscilaciones de precios propias de los mercados que buscan continuamente su estado de equilibrio.
Si Adam Smith pretendía que el funcionamiento de los mercados fuera portador de un proceso tendiente a la igualdad, lo que implica una economía poblada de “pequeños” productores en competencia y de consumidores “soberanos”, lo que cunde con el neoliberalismo es, por el contrario, la desigualdad extrema. Para el pensamiento neoliberal, si hay algo que iguala a todas las empresas es justamente la desigualdad, propiedad que se traslada al sujeto económico. Este sujeto no es aquí un dato primitivo al que hay que respetar, al punto de entronizarlo como soberano, sino el continente de una subjetividad a la que hay que transformar, por medio de una política activa, de manera de convertir a todos y a cada uno en su propia “empresa” dotada del insumo principal que provee el “capital humano”. Las empresas son muy desiguales y también los sujetos individuales son muy desiguales, pero en tanto empresas son todos capaces de hacer fructificar su propio capital (físico o humano). Frente a esto, la tarea esencial del Estado consiste en organizar la sociedad, buscando que la forma económica de mercado se generalice hasta abarcar a la totalidad del cuerpo social. Una vez que la sociedad queda reducida a un mercado, lo que corresponde es, simple y naturalmente, gobernar para él.
En la actualidad, podemos citar a economistas reconocidos de la talla de Paul Krugman en su denuncia de que la raíz de la actual pesadilla política norteamericana, que se encuentra en pleno proceso de destrucción de la sustancia democrática a pesar de la preservación de sus cualidades formales, se explica básicamente por el apoyo financiero que las grandes corporaciones brindan a los grandes partidos políticos, lo cual aísla al sistema de toda influencia popular efectiva. Kenneth Arrow, que comenzó su acercamiento al tema democrático con su famoso “teorema de la imposibilidad” (que concluía de manera pesimista negando toda posibilidad a la existencia de un sistema de gobierno que respete la voluntad de la mayoría), asegura amargamente que la extrema desigualdad económica actual y el ideal democrático constituyen una unión decididamente hipócrita. Daron Acemoglu señala la ascendencia creciente de sociedades “oligárquicas”, donde el poder político está en manos de grandes corporaciones que impiden la competencia. Todas estas expresiones constituyen distintas maneras de expresar la incompatibilidad entre un sistema democrático y la tolerancia de un poder de hecho, concentrado en enormes grupos económicos privados que se resisten a ser controlados, tanto por el pueblo como por la disciplina del mercado competitivo.
La contradicción cruda entre la extrema concentración desigualdad que la economía mundial actual y las exigencias mínimas de una forma de gobierno democrática puede resumirse en el siguiente silogismo:
- El poder económico se convierte en poder político por canales actualmente muy conocidos, agrupados en la fórmula “captura regulativa”.
- En las economías de mercado actuales el poder económico se distribuye de manera extremadamente desigual.
- Como un gobierno democrático se basa en la distribución igualitaria del poder político, decir que las sociedades modernas son hoy democráticas parece ser una muestra clara de hipocresía política y económica.
Lo que la discusión actual acerca de la desigualdad económica creciente está planteando es, en resumen, la imperiosa necesidad de buscar arreglos institucionales capaces de promover la participación de todos en el aprovechamiento de las oportunidades que brindan los intercambios comerciales y financieros globales, lo que nos obliga a entablar un debate racional que no puede quedar limitado al funcionamiento sin trabas de los mercados y al “derrame” automático de sus frutos. Por más eficiente que resulte el funcionamiento de una economía de mercado, nada sustituye a la necesidad de promover la existencia de otras instituciones que aseguren la equidad, apelando a medidas de redistribución que, dicho sea de paso, no tienen por qué estar necesariamente en conflicto con la búsqueda del objetivo de lograr eficiencia productiva global[2]. El avance de gobiernos plutocráticos, que apoyan la concentración de ingresos y riquezas con una la propuesta implícita de restaurar un orden como el que existía antes de la Primera Guerra Mundial, no parece ser el mejor camino si lo que buscamos es acercarnos al ideal de un desarrollo económico global que busque integrar, en un proceso democrático globalizado, a cada ser humano y a toda su especie.
[1] Paradójicamente, durante su visita a la Chile de Pinochet, von Hayek declaró ante El Mercurio (12/04/1981) “mi preferencia personal se inclina hacia una dictadura liberal, antes que a un gobierno democrático en el que el liberalismo económico se halle ausente”.
[2] Cuando las políticas redistributivas se encaminan, por ejemplo, a eliminar las barreras que impiden el acceso de los más pobres a los mercados financieros mediante un programa subsidiado de microcréditos, lo que se consigue con toda seguridad es aumentar de manera harto significativa el campo potencial de la inversiones productivas y del desarrollo en capital humano entre la gente menos favorecida de la sociedad. En muchos casos como éste, las políticas redistributivas del Estado pueden producir un incremento efectivo de la productividad global de la economía. De esta manera, más que oponerse una a la otra, la búsqueda de mayor equidad puede muy bien jugar a favor de la pretensión de mayor eficiencia.
Imagen de tapa: Marcos FIGUEROA, Rebaño al borde (imagen editada). Acrílico s/tela. 200 x 200 cm. 1994