El Cuerpo en Cuarentena

El Cuerpo en Cuarentena

El Cuerpo en Cuarentena

Por María Eugenia Rubio

 

Una amiga que vive en Francia me contaba cómo la derecha ya está capitalizando la pandemia y la retórica pro estatal, sin haber tocado el sistema tributario, o sea, sin haberles cobrado un peso más a los que más tienen, intento que hasta donde pude averiguar no está sucediendo en casi ninguna parte. La exhortación a “todos tenemos que colaborar y hacer un esfuerzo” recae, una vez más, sobre los de siempre. Nosotros. Los trabajadores.

Se sorprendía mi amiga del coraje de Alberto al plantear una ley que intenta cobrarle el 1 o 2 % a las doce mil fortunas de Argentina. Y acompañaban su sorpresa en esa reunión vía zoom que estábamos teniendo, amigas que residen en México, en EEUU y en España.

Parece, señores, que el tibio propósito de Alberto, empujado sin duda por Cristina, que es la que está pagando el costo político de la osadía, es un gesto revolucionario en un mundo atontado, totalmente cooptado por el sentido hegemónico en manos de corporaciones transnacionales, criminales financieros que arrojan a la desesperación a millones y millones de vidas que se vuelven inútiles en esta danza macabra que es el capitalismo.

Todo lo anterior da cuenta del monstruo al que se enfrenta este gobierno, un monstruo planetario y absoluto, que controla el poder económico, político y simbólico del mundo.

Entonces, el esfuerzo que Macron pide a partir de haber inesperadamente reivindicado el rol del estado, es que los trabajadores estatales acepten trabajar el doble por lo mismo, toleren congelamientos de salarios y reducción de plantas, concedan derechos laborales de larga data, en fin, el esfuerzo colectivo coincide punto por punto con las políticas que Macron quería imponer desde hace mucho, cosa que no había logrado por el mar de chalecos amarillos que salieron a ponerle un freno a su avanzada.

Primero dijo que los servicios que brinda el estado son esenciales y creímos que la evidencia estaba derribando la retórica neoliberal, teniendo que reconocer que el garante último de nuestra salud y bienestar es lo público. Pero no. Como siempre, estaba sólo tomando carrera para dar vuelta el sentido solidario de lo colectivo y transformarlo en una nueva transferencia hacia los sectores concentrados.

Fotografía: Gabriel Lemme

Sin embargo, conversábamos también con estas amigas y algunos amigos más que andan por el mundo, que este detenimiento colectivo comienza a vivirse (en los casos que no se está ante una situación límite, claro) como un estado de excepción que, a diferencia de guerras y calamidades mucho más traumáticas, ha puesto en suspenso la vida, con margen para pensarnos en lo singular, en lo que arrastramos engrilletados a esta maquinaria infernal. Nos preguntábamos cómo será el día en que volvamos a salir a las calles atestadas para subirnos como morsas a medios de transporte insoportables, para pasarnos el día en trabajos que no nos producen ningún sentimiento parecido al deseo, cómo haremos para volver con los niños a escuelas depósito, para retomar la carrera enloquecida de acá para allá, sin sentido, detrás de sueños inventados por quienes nos bestializan para dominarnos.

Y entonces pensaba que este parate inesperado, de alguna manera y por su duración inédita, está probablemente dejando huellas en los cuerpos: allí donde el poder nos cincela a su favor, está tallándonos ahora un tiempo “muerto”. Se detiene todo, menos lo esencial. Y lo esencial resulta que son, en general, las actividades menos valoradas: los que limpian las calles, los que cultivan los alimentos, los que permiten que lleguemos a nuestras casas, los que aran la tierra, que ínfimas veces son sus dueños. Los poetas que nos permiten salir del encierro. Los artistas que nos invitan a ver todo desde otros ojos. La música que nos conecta con el alma.

Todo este tiempo es un tiempo infinito. Una oportunidad para que la piel encuentre roces nuevos, con estímulos diferentes. Un momento único para hacer carne lo obvio: la riqueza se produce colectivamente. La miseria se distribuye entre los pobres solamente. Lo decía El Arriero con descomunal simpleza, y pareciera que nos hemos olvidado de su demoledora contundencia.

Un puñado de ricos que convierten la existencia de millones en una cloaca, provocando contaminación, desplazamientos de muertos vivos para acaparar sus tierras, guerras por fuentes de energía, envenenamientos, y una frenética carrera consumista para mantener la rueda andando caiga quien caiga, alega que lo que tienen les pertenece y que no tienen ninguna obligación de participar de ningún aporte compulsivo.

Arrogándose la propiedad como un atributo de casta, se desentienden del mundo que convirtieron en un agujero. Sus mercenarios nos explican por tv las razones por las que pedirles un aporte obligatorio a los ricos es confiscatorio; el sentido común inoculado en los desclasados de siempre les permite que doña Rogelia crea que el esfuerzo se lo están pidiendo a ella y salga a cacerolear en contra de Cristina y, a un paso calibrado, todos los poderes fácticos del mundo, comienzan a salir de la cuarentena, obligando a soportar sus efectos a los más desfavorecidos, perpetuando el privilegio obsceno de unos pocos.

Lo único cierto que nos queda, es esa huella en el cuerpo que nos deja este paréntesis de tiempo. Pero para que esa huella que nos conecta con la existencia no sea un lujo de clase, hay que articularlo políticamente. Darle un borde y un sentido. Esa calma vital es imposible en un mundo en el que un grupo se apropió de los medios de producción planetarios y arrojó al vacío a la mayoría de los seres humanos. Esa calma nos recuerda que el empleo no es trabajo, sino cadenas. Esa calma nos obliga a insistir con un punto insoslayable: la riqueza es fruto del esfuerzo colectivo. Su apropiación es la consecuencia de un edificio jurídico diseñado punto por punto para perpetuar esa propiedad, violentamente arrebatada a las mayorías. No por nada los abogados no son ningún servicio esencial en esta hora. Y no hablo del abogado puntual que pueda poner al servicio de los más desfavorecidos sus conocimientos. Sino de la justicia, que opaca en una acepción chiquita y miserable, planeada para consolidar la dominación capitalista, a la Justicia con mayúsculas, que es la de la emancipación humana.

 

 


María Eugenia Rubio
Licenciada en Sociología por la UBA. Desde 1991 trabaja como docente desde 1991, en el área de Educación para Adultos y Adolescentes. Estudió cine y guión en la EICTV (Cuba) y la FUC y dramaturgia con Alejandro Tantanian. Entre 1991 y 2000 integró la Comisión de Educación de la APDH, desde donde participó en talleres para capacitación docente y como co-autora de diversas publicaciones como “Memoria y Dictadura” o “Discriminación. Un planteo desde los DDHH para su abordaje pedagógico”. Fue profesora en institutos de encierro dependientes del ex Consejo del Menor y la Familia, para el Programa Pedagogías Alternativas. Actualmente es Supervisora Escolar de las escuelas primarias para jóvenes y adultos de la zona sur de la CABA y profesora de Sociología en escuelas medias de la modalidad.

Imagen de tapa: Gabriel Lemme