VECINO
Siete y media, maso. Llego de mi laburo, re cansada, toda dolorida y contracturada, por la cantidad de horas que paso en la compu, en mi trabajo y en mi casa. Subo al ascensor, y junto conmigo sube un médico (sospecho, por la chaqueta blanca). “Qué piso, señora?”(eh, si tenés la misma edad que yo, cómo me vas a tratar de usté? elucubro, acomplejada). “Noveno, gracias”. Toca el séptimo y el noveno. Silencio absoluto. Excepto por el ruidito de los llaveros en la mano, que los dos portamos. Nadie dice “qué calor, no?” o “qué húmedo se puso”. Nada. Los dos miramos al piso. Los dos zarandeamos los llaveros. Musiquita nerviosa de ascensor. Me miro en el espejo: cara de agotamiento profundo, pero por suerte los rulitos siguen lindos, gracias a una “crema para las puntas” de Avon que me compré. Bueh, por lo menos los rulos no parecen cansados, es algo. Deben ser la única parte del cuerpo que no me duele, pienso.
Me lo crucé antes al tipo, muchas veces. Ya deberíamos poder decir cosas como “qué caras se pusieron las expensas” o “le falta un poco de limpiavidrios al espejo”, no sé, algo así, que no requiera demasiada actividad neuronal. Cualquier cosa en vez de ese silencio incómodo. Bah, ni sé si es incómodo. Es un silencio como cualquier otro, nada más. Tal vez la incómoda sea yo. Capaz que el tipo está pensando en un paciente insoportable que quería que le regale todas las muestras gratis de Dioxaflex, o en qué comida habrá hecho su mujer para la cena. Sigue el llaveteo musical. Piso siete: el tipo se baja. “Ta luego, señora”. No entiendo. Debería tutearme, el tipo. Los de la misma generación se tutean. Es más: mis ex alumnos del Profesorado de Inglés me trataban de vos. Me encantaba eso. Y eran bastante más jóvenes. Y yo era como la profe piola que enseñaba Bukowski y Carver. Y este sujeto viene y me trata de usté. Y sí, con esta cara de agotada y con las cervicales hechas bolsa, hasta Pepe Mujica me trataría de usté, infiero.
Me bajo en mi piso. En el trayecto hacia mi departamento, pienso en todas las palabras que NO se dicen entre las personas. En todos los sonidos, los significados perdidos en el aire, sin pronunciarse. En todo lo que nunca sabremos de los otros. Ni ellos de nosotros. Gente que vemos casi todos los días. Nunca sabré si mi vecino del séptimo escucha Chopin o prefiere a Radiohead, qué sé yo. O si es pediatra, veterinario o traumatólogo. Le podría haber pedido que me indique Pridinol, para mi contractura. Pero hubiera quedado re feo, seguro. No sé, la próxima vez que lo vea le voy a decir “A usté le gustan las zambas o los rocanroles?” o “ Tiene hijos usté?” Y así me voy a vengar del usteísmo del que me hizo objeto el hipocrático.
Recién me doy cuenta de que este texto no es sobre el desconocimiento de los otros… Ni sobre las soledades que se cruzan en los ascensores… Es sobre el dolor… y cómo seguir adelante, tratando de pasarlo por alto, de no darle mucha bolilla, o de curarlo con estas palabras, estas consonantes y estas vocales, estas comas cada tanto, estas teclas presionadas por mis dedos, que también me duelen, mucho, en esta noche húmeda y silenciosa. Tan sólo el ruido de un auto, abajo, en la lejanía.
Patricia Salazar
Fotografía: Patricio Corvalán