Testimonios del Ajuste: Isabel Aráoz
Las diferencias entre el Estado de Bienestar y el Neoliberalismo no pasan sólo por la macroeconomía. Pasan principalmente por la política. En el primer modelo, el conjunto de medidas que se toman tienden a proteger a la población, deseando su desarrollo integral económico, educativo y de contención. En el segundo, por el contrario, el factor humano es sólo una variable económica más, y por lo tanto, movible, desechable, incierta.
Sin Miga quiere compartir algunas historias de tucumanos y tucumanas, a quienes el Neoliberalismo ha decidido hacerles la vida más difícil, prácticamente por que sí, a partir del nuevo esquema de gobierno que prioriza la libertad del mercado por sobre la libertad de la gente.
TESTIMONIOS DEL AJUSTE
ISABEL ARAOZ
Nací en Tucumán. Me nombraron Isabel. Soy la sexta hija de los nueve que decidieron tener mis viejos. Era el año 1981, el fin de la dictadura militar del ’76 estaba cerca, aunque más todavía, la guerra de las Malvinas. Celebré, sin saberlo, el regreso a la democracia. Recuerdo con precisión la hiperinflación y el aumento del pan cada hora del día. No entendí nada de la política de los años noventa hasta que fui adolescente. A los 14 años fui a mi primera movilización a la plaza Independencia porque se conmemoraba la noche de los lápices. Tengo la imagen de haber dado vueltas a la cuadra, ensayando con insistencia una palabra del discurso que iba a leer minutos más tarde: “reivindicaciones”. Hacia el año 2000, mi padre quedó desocupado debido a la ola menemista de privatizaciones. El 2001 me encontró del lado del televisor, sin comprender cabalmente los significados de esos días, o al menos, no del modo en que lo hago ahora.
Tuve el privilegio de caer y estudiar en la universidad pública. Los primeros años participé, activamente, en la política. Formé parte de un grupo que se llamó La Plaza. No perduró, creo que el desengaño y los obstáculos de la política universitaria nos embistió.
Mis viejos siempre creyeron en la educación pública como un derecho irrenunciable, aunque ellos mismos aceptaron la derrota (una de miles, una más de las pequeñas derrotas cotidianas) y mis dos hermanos menores terminaron su educación en colegios privados. Todos nosotros, los 9, tuvimos la oportunidad (y el derecho) de estudiar en el nivel superior; cada uno eligió su camino con libertad. Ese es un privilegio, aunque no debiera serlo. Siempre estuvo en la discusión de la sobremesa, cómo hacer de este mundo, un lugar mejor, aunque hubiera profundos disensos. La educación era-es-será una de las herramientas para esa construcción. Idea a la que no renuncio y es, así lo siento, parte del legado de mis viejos que asumo como propio.
Terminé mi carrera de grado, a pesar del 2001, a pesar de los lentos años de reconstrucción de la crisis argentina, aunque la plata no alcanzará y tuviéramos que hacer malabares. Estoy convencida de que no es solo gracias a mi esfuerzo o al de mis padres. Sé que otros como yo no pudieron, sé que tantos otros la pasaron peor porque no tenían qué comer. Sé (así lo percibo) que el país se fue levantando, que el estado argentino tuvo un mayor protagonismo en las decisiones políticas, que se conquistaron nuevos derechos. Me identifiqué con la mayoría de las medidas tomadas por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, me tildaron de K[1] y aunque creo que faltaba mucho por hacer, creí que íbamos por buen camino.
Hoy, soy docente en la facultad de Filosofía y Letras. Doctora en Letras, becaria posdoctoral de CONICET y una de las afectadas que, con doble recomendación, no entraron a carrera, debido al giro –no, inesperado– que tomó la política argentina con el gobierno de Mauricio Macri[2]. Sé, que sigo siendo, una privilegiada. No me gusta serlo, no quiero serlo en esos términos. Quisiera que la educación, el trabajo, la salud, la vivienda y un largo etcétera, fueran derechos de todos y todas.
Creo en los derechos que hemos ganados y que uno de ellos es poder demandarle al futuro un lugar. Leo las noticias y se me retuercen las tripas, tengo la horrible sensación de que la peor novedad es la que todavía no salió publicada en los grandes medios, que miran no sé qué realidad… a veces pienso que caí en el mismo ensueño (o trampa) que mis viejos: tener un hijo en un mundo mejor, es posible (y de hecho, nació Malena). Muchos dirán que soy ingenua (lo soy), otros me tildarán de pesimista (no lo soy), quizás algunos digan que ya me resigné. Pues no y por suerte, no estoy sola. A pesar de la grieta– para muestra, un botón: mi propia familia- de este lado, del mío, hay muchos otros.
En estos días, tan cerca de las PASO y de las elecciones de octubre, pienso que tenemos que retomar el rumbo perdido, que nos debemos un análisis serio de lo que ha ocurrido este año y medio transcurrido. Que no se puede “seguir esperando”; no creo que haya que “sacrificarse”[3] para que el país se levante. No me gusta la idea de un proyecto nacional expulsivo que se trasviste con las ropas de una “alegría” mentirosa, tampoco me convence el discurso “de que son lo mismo”.
Creo que nuestros representantes deben asumir su rol de oposición de manera honesta, que deben defender nuestras conquistas en todos y cada uno de nuestros ámbitos, porque creo que no hay que retroceder ni un centímetro.
Mientras pienso cómo seguir estas líneas, me viene una pequeña escena doméstica de domingo: Leandro, el hijo pequeño de una amiga preguntó- después de escucharnos hablar -: “mami: qué es la política”. Sigo creyendo que la política es hacer el bien común, común para todos y no para unos cuantos. Y la coincidencia me hace sonreír, porque la política entendida en esos términos se enseña y se aprende desde chicos. Así también, me lo transmitieron mis viejos (que aparecen en este texto, casi como un homenaje involuntario).
[1] Siempre ejercí el valor de la crítica. Hubo medidas que acompañé con entusiasmo, otras con cierta desconfianza, pero el saldo de mi balance es positivo. Y lo es, todavía más, a medida que se suman las jornadas en mi calendario desde ese domingo 22 de noviembre de 2015 en el que lloraba por los días por venir.
[2] El presupuesto nacional votado en 2016 implicó una reducción de 190 millones de pesos para el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva. Este brutal recorte se tradujo, entre otras cosas, en la decisión del Directorio de CONICET de excluir a 498 compañerxs para su ingreso a Carrera de Investigador Científico. Luego de la toma del CONICET y de la ocupación del MinCyT se firmó un Acta Acuerdo entre el MinCyT, el CONICET y las organizaciones gremiales y políticas del sector. Ésta establece la incorporación de los trabajadorxs en el CONICET, organismos descentralizados de ciencia y técnica y universidades nacionales bajo las mismas condiciones salariales y laborales. Asimismo, plantea la creación de una comisión mixta de seguimiento del compromiso firmado, donde continuarían las negociaciones colectivas. Como delegada de la Red Federal de Afectadxs-Tucumán tuve la oportunidad de participar en la última reunión con las autoridades del MinCyT que anunciaron con bombos y platillos la “solución” del conflicto, por medio de la creación de 410 cargos docentes. En esa oportunidad, no supieron dar mayores detalles, lo que demuestra una perniciosa improvisación en política científica y un desconocimiento absoluto del sistema universitario y de las demandas históricas de sus docentes. Hasta el día de la fecha, las autoridades responsables de llevar a cabo las negociaciones con los sectores directamente involucrados no han dado ninguna respuesta. Lxs compañerxs, en la mayoría de los casos, tienen una prórroga de la beca posdoctoral hasta diciembre de 2017.
[3] No me gusta la idea de sacrificar nuestros derechos, porque eso es, lisa y llanamente, perderlos.