HACIA UN MUSEO SOCIAL
Es sabido que una comunidad nunca es un todo homogéneo. Aparte de sus disputas internas, posee diferentes escenarios en los que tienen lugar esas diferencias. El del arte y la cultura en general es uno de ellos y, complejo como todos, se compone con una diversidad de actores entre los que destacan los museos, no sólo reservorio de sus legados, sino espacios de visibilidad y legitimación de sus producciones contemporáneas ¿Qué rol les cabe cuando todo entra en crisis a causa, como en este caso, de una pandemia? La crisis los afecta, afecta a los objetos y a los productores de esos objetos porque impacta sobre la comunidad toda. Ignacio Fernández del Amo reflexiona sobre los desafíos que les espera a los museos no ya en el futuro, sino en este presente suspendido en el que, a causa del COVID-19 hoy nos hallamos inmersos.
HACIA UN MUSEO SOCIAL
por Ignacio Fernández del Amo
Si algo distingue a la covid-19 de otras enfermedades y de otras pandemias recientes, no es tanto su poder mortífero (que lo tiene) como su inusitada capacidad para saturar los sistemas sanitarios de los países. Y, con ello, ha develado otra pandemia, esta social y mucho más mortífera, que viene destruyendo el planeta y a todos los que lo habitamos, desde hace décadas. El sistema neoliberal ha perdido los pocos ropajes que le quedaban y se nos ha mostrado en toda su crueldad: destrucción de los Estados de bienestar, osteoporosis de las democracias liberales que están siendo reemplazadas por soluciones autoritarias, extractivismo, racismo, aporofobia y, detrás de todo eso, una destrucción difícilmente reparable del tejido social. La visión simultánea y descarnada de todos estos síntomas que afectan, como la pandemia sanitaria, a buena parte de los países del mundo, hizo que centenares de personas se embarcaran en estas semanas de aislamiento sanitario en la tarea de diagnosticar y esbozar posibles salidas a esta crisis civilizatoria en la que estamos sumidos. Entre los textos más difundidos se encuentran los de algunos filósofos de renombre mundial, como Slavoj Žižek, Byung-Chul Han, Giorgio Agamben, Judith Butler o Alain Badiou. Sus visiones del mundo que nos espera van, desde la emergencia de alguna forma de comunismo reinventado (Žižek) –o una tercera etapa del comunismo, derrotado de su experimentación estatal (Badiou)– hasta el reforzamiento del capitalismo, “porque ningún virus es capaz de hacer la revolución” (Byung-Chul Han) y el desarrollo de sociedades más controladas, con aún menos libertades (Agamben) y expuestas en su trato desigual hacia sus ciudadanos, pero con alguna posibilidad de cambio (Butler).
En escenarios más reducidos y específicos se replican estos diagnósticos y visiones de futuros posibles. Cada día se puede asistir a varias charlas, entrevistas y webinarios donde se toma el pulso al mundo del arte, de la educación, del urbanismo, de los museos. ¿En qué situación se encuentran los artistas, los docentes, los estudiantes o los profesionales de museos en estos tiempos de pandemia? ¿Cómo han visto afectadas sus vidas y actividades por la pandemia y el desmoronamiento del sistema? ¿Qué estrategias de resistencia se pueden activar? ¿Es posible pensar salidas en las que resulten reforzados? Este texto es solo un aporte más, y contiene más dudas que certezas.
La primera es que no sé cómo será la sociedad después de la pandemia, aunque no soy optimista. Por suerte, cuando me invade la desesperanza (no sòlo en lo relativo al destino del planeta, sino también al poder de los museos para cambiar nada), vuelve a mi memoria un texto que escribió en 2017 la museóloga estadounidense Elaine Heumann Gurian, titulado “Do Everything. Resistencia responsable en museos en la era de Trump”[1]. Heumann Gurian es una mujer judía que llegó a Estados Unidos con el ascenso del nazismo en Alemania. Al ver cómo Trump ganaba las elecciones se preguntó qué habían hecho para que el país se hubiera convertido en un lugar tan horrible. Confiesa que estaba decidida a volver a Alemania y llevarse con ella a sus hijos y nietos, pero que los movimientos masivos de resistencia que surgieron inmediatamente (comenzando por las marchas de mujeres contra Trump), le hizo ver una luz de esperanza en la democracia. Con una larga vida de activismo social, cuenta que los movimientos de resistencia que han surgido en la era Trump son sustancialmente distintos a los que ella conocía porque su efectividad no radica tanto en su masividad como en su ubicuidad, en que se trata de una miríada de movimientos que ponen sobre la mesa otros tantos temas y enfoques, unos grandes, otros pequeños. No se trata de movimientos organizados, jerárquicos y estratégicos, sino episódicos y descoordinados, pero de una gran efectividad a la hora de cambiar los imaginarios y posiciones que denuncian. Con el tiempo, algunos de esos focos de resistencia se agruparon en un movimiento llamado “Do Everything”.
Una de las promotoras de Do Everything, Mirah Curzer, dice de él: “El movimiento funciona como una coalición de personas enfocadas en diferentes temas, así que no dejes que nadie te convenza de que al enfocar tu energía solo en uno o dos temas, estás del lado de los malos en todos los demás. Hay un espectro de apoyo y nadie puede estar en todas partes a la vez”.
Por otro lado, esta diversidad y cantidad de focos de resistencia hace que le resulte casi imposible a la Administración de Trump acabar con ellos, porque la resistencia está en todas partes y en todos los temas. Do Everything anima a no dejarse abrumar por la enorme tarea de acabar con el sistema, sino a enfocarse en objetivos realizables. En algún otro lugar, algún otro colectivo estará combatiendo otro aspecto.
¿Cómo pueden contribuir los museos a una suerte de Do Everything tucumano, argentino o global? En el mismo escrito, Heumann Gurian señala que los museos tienen sólo dos competencias básicas: primero, son espacios cívicos públicos que alientan a los extraños a congregarse de manera pacífica; y segundo, los museos usan sistemas para presentar evidencias en espacios tridimensionales que permiten a los visitantes comprender su cultura y a sí mismos. Estas dos competencias nos animan a pensar que el mejor aporte que podrían ofrecer los museos es ayudar a reconstruir el tejido social.
RECONSTRUIR EL TEJIDO SOCIAL EN EL MUSEO
La centralidad de los visitantes en el universo museístico es cada vez mayor. No hay encuentro de profesionales de museos ni artículo teórico donde no estén presentes los términos comunidad, públicos, usuarios, relevancia, inclusión, accesibilidad o interactividad. De ellos, “comunidad” es, sin duda, el término estrella en todos los encuentros. Es casi de uso obligado para demostrar que se pertenece al grupo de los profesionales con sensibilidad social aunque, si no existe un proceso de reflexión previo, su formulación genérica puede acabar pareciéndose mucho a ese “actividad para público general” del que los mismos profesionales reniegan.
Lo cierto es que existe una brecha entre los museos que ponen en marcha acciones con un fuerte compromiso social y aquellos otros que –ya sea por falta de recursos o de voluntad política o personal– mantienen las rutinas que privilegian a los objetos sobre los visitantes, al tiempo que salvaguardan su autoridad enunciativa como instituciones científicas. Y podría sumarse un tercer grupo: el de los museos que están orientados al público, sin que de ello se derive un compromiso social. Este ámbito está liderado por los llamados museos-franquicia (como los de la fundación Guggenheim) y por otros grandes museos, pero también por múltiples pequeños y medianos museos de todo el mundo. A este tercer grupo se refiere Daniel Jacobi cuando denuncia que la consigna de seducir al visitante divirtiéndole y haciéndole participar es hoy poco más que un eslogan producido por la ideología dominante y, por tanto, es difícil que ningún profesional de museo se atreva a desoírla, aunque no sepa muy bien cómo ponerla en práctica. Efectivamente, ocurre que muchos pequeños y medianos museos intentan adoptar las estrategias de las grandes instituciones sin disponer de los recursos de estas, y acaban sumidos en un estado de frustración.
¿Cómo escapar al eslogan? O lo que es lo mismo, ¿cómo pensar un museo que no siga reproduciendo las prácticas neoliberales después del aislamiento sanitario?
En primer lugar, conviene pararse a pensar qué entendemos por sociedad y qué por comunidad, puesto que el objetivo es dilucidar de qué manera van a relacionarse los museos con las personas. No es este el lugar para hacer un análisis exhaustivo de los conceptos[2], así que simplificaré diciendo que las sociedades son grupos humanos unidos por factores exógenos, mientras que las comunidades son agrupaciones determinadas por la geografía, la identidad o la afinidad. La versión más simple de comunidad geográfica es el lugar donde uno vive, pero también se puede sentir parte del lugar en el que creció, o donde solía vivir, o un lugar que visita con frecuencia. Las comunidades vinculadas por la identidad se definen por atributos: algunas identidades son autoatribuidas, como ser vegetariano, mientras que otras se asignan externamente, como ser negro. Finalmente, las comunidades definidas por afinidad son aquellas que se vinculan por lo que les gusta: pueden ser randeras, rockeros, gente que va al cine a la sesión de trasnoche, etc. Algunas afinidades son pasiones de toda la vida, mientras que otras son modas pasajeras. Dicho con otras palabras, una comunidad es un grupo social, pero a menor escala, cuyos miembros comparten actitudes, creencias y valores, así como propósitos e intereses concretos que los unen.
Quizás un buen primer paso para reconstruir el tejido social –esa aglomeración de individuos en competencia permanente en la que quieren convertirnos– sea ayudar a crear vínculos comunitarios. Pero, ¿cómo hacerlo? Nina Simon, especialista en participación en museos, propone dos caminos: estrechar lazos y tender puentes (bonding y bridging son los términos que emplea)[3]. Estrechar lazos es, de los dos caminos, el más fácil de transitar porque trabaja con comunidades ya establecidas, aunque a algunas no las unan lazos fuertes. Más difícil es tender puentes. Si un museo convocara un taller de cómics, podría suceder que acudan interesados de muy diferentes edades, extractos sociales y género; personas que, en otras circunstancias, no compartirían el espacio. ¿Basta entonces con colmar los museos de programas públicos?
Me temo que no es tan fácil, entre otras cosas porque es muy fina la línea que separa las actividades con un sentido social y las que promueven el “activismo”, que es como llama Ángela García Blanco a las actividades de los museos en las que se pone a la gente a hacer por hacer[4]. En los museos hay cabida para un amplio abanico de actividades; están muy bien la pintura, el yoga y el punto de cruz. También tienen que habilitarse espacios y momentos para la distensión, para la reflexión intelectual, para la contemplación y, desde luego, para el juego y para los afectos. Pero creo que es necesario tener claro qué se persigue con cada actividad, para no tratar a los públicos como esos consumidores obedientes de las propuestas de ocio cultural a los que se refería Hugo Ferullo[5] en esta misma revista hace unos meses. Y creo que un buen faro de orientación lo proporciona la Museología Social.
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HACIA UN MUSEO SOCIAL
Desde que a comienzos de la década de 1970 se sentaran las bases de la Nueva Museología, se fue desarrollando con variantes y altibajos en cada momento y lugar. En este siglo XXI, en América Latina está tomando fuerza una variante llamada Museología Social, que tiene uno de sus centros principales en Brasil. Sus defensores, encabezados por Mario Chagas, trabajan a partir de la descolonización del concepto mismo de museo y así, llegan a definirlo como “un dispositivo estratégico para la defensa de la dignidad social, de la ciudadanía y del derecho a la creatividad y la memoria”[6].
En sintonía con esta definición, el encuentro que celebró MINOM en Córdoba en 2017 redactó una declaración entre la que se puede leer: “La museología que practicamos involucra los afectos, la fraternidad, la reciprocidad, el amor, la alegría, la poesía (…). La memoria constituye una forma deliberada de resistencia, de lucha contra el arrasamiento de los modos de vida que no se encuadran en toda forma de colonialismo –el sistema capitalista, el patriarcado, entre otros–. Al mismo tiempo, es afirmación de los valores humanos, de la dignidad y la cohesión social, colocándose como acción propositiva de ocupación del presente e invención de futuros (…). El museo es un lugar de encuentro que puede contribuir a una cultura de paz con voz y sin miedo”[7].
El desafío consistiría en imaginar un futuro para los museos que desmonte imaginarios consumistas y reconstruya comunidades cooperativas. Museos que diseñen sus actividades de manera colaborativa con las comunidades con las que se relacionen; que desafíen las normas de lo que ha de mostrarse y cómo ha de mostrarse. Museos hospitalarios, que cuiden su entorno y lo escuchen, porque el conocimiento no se da exclusivamente desde la distancia crítica que nos legó la modernidad, sino que es el afecto el que desencadena el pensamiento en la mayoría de las ocasiones[8]. Y, si hablamos de museos que cuidan, no podemos olvidar a sus trabajadores. En estas semanas de pandemia se han desmantelado las áreas educativas de muchos museos, se han agudizado las condiciones de precariedad y la más que previsible escasez presupuestaria de los próximos meses hará que cualquier proyecto y seguimiento de tareas vitales, como la conservación, se vea comprometido.
El camino hacia un museo social no es un camino fácil y menos en museos tradicionales, que muchas veces gestionan un patrimonio que sanciona los valores de las clases dominantes. Se trata de museos que fueron fundados y promocionados por aristócratas y burgueses que cedían sus colecciones para contar sus historias, provocó –y provoca aún hoy– que quienes no pertenecen a esa élite cultural se sientan excluidos. Son museos que legitiman la diferencia de clases. Néstor García Canclini denuncia en La sociedad sin relato, que los organismos encargados de declarar, proteger y difundir el patrimonio cultural –ya sean estos provinciales, nacionales o internacionales– niegan las diferencias de los pueblos a los que representan, “fingen que la sociedad no está dividida en clases, géneros, etnias y regiones, o sugieren que esas fracturas no importan ante la grandiosidad y el respeto ostentados por las obras patrimonializadas”[9] (2010, p. 70).
El camino no es fácil, pero vale la pena intentarlo y trabajar por un museo que merezca la pena ser vivido.
[1] Lamentablemente el texto no está publicado; es un documento que elaboró para una conferencia en la Universidad de Leicester.
[2] Si algún lector está interesado en el tema, recomiendo la lectura de la magnífica reflexión de Nicolás Testoni: “Un museo común”. Museo taller [blog]. https://museotaller.blogspot.com/2019/05/un-museo-comun_2.html
[3] Simon, N. (2015b). Building Community: Who / How / Why [Entrada de blog]. Recuperado de http://museumtwo.blogspot.com/2015/04/building-community-who-how-why.html
[4] Ángela García Blanco (1994). Didáctica en el museo. Madrid: Ediciones de la Torre (p. 75).
[5] “Recuperar la democracia económica”. Sin Miga. https://sinmiga.com/2019/10/02/recuperar-la-democracia-economica/ Escribía Ferullo que “lo que el neoliberalismo predica es que el público, es decir el pueblo, tiene que ser un espectador pasivo, atomizado, ajeno a la vida política, recluido en su vida pública a la participación en instituciones del tipo ONGs, obediente, disciplinado por el mercado e ignorante del poder real que, de hecho, tienen los grandes sujetos económicos privados”.
[6] M. Chagas, P. Assunção y T. Glas (2014). “Museologia social em movimiento”. Cadernos do CEOM, 27, 41, 429-436. https://bell.unochapeco.edu.br/revistas/index.php/rcc/article/view/2618/1517
[7] http://www.minom-icom.net/files/minom_2017_-_declaracion_de_cordoba_-_esp-port-fr-ing_0.pdf
[8] Recomiendo la lectura de Pablo Martínez (28 de mayo de 2020). “Fracasar mejor. Un museo por venir”. ctxt. Contexto y acción. https://ctxt.es/es/20200501/Culturas/32354/Pablo-Martinez-arte-ministerio-pandemia-covid-19-centros-de-arte-ecologismo-queer.htm
[9] N. García Canclini (2010). La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia. Buenos Aires: Katz (p. 70).
Imagen de tapa: Gabriel CHAILE, Diego (retrato de Diego Núñez). Inauguración de un horno de barro en memoria de Diego Nuñez, víctima de la violencia de Estado. ArtBasel Cities, La Boca, Buenos Aires, 2018.