PECADO MORTAL
Cuando era chiquita me compraban una revistita que se llamaba Vidas Ejemplares. Se trataba de vidas de santos y similares. Me acuerdo de la historia de una santita que cada vez que pecaba (se resistía a poner la mesa, no hacía la tarea de matemáticas o no quería ir a comprar un kilo de francés), había una tormenta eléctrica descomunal y ella se moría de miedo. Los dibujos eran escalofriantes,
No sé para qué me compraban ese engendro mis padres, si ni ellos eran muy practicantes. Para mi papá la religión consistía en tener una estampita redonda de la virgen María sobre el aparador. Si alguien la cambiaba de lugar, mi papá ponía el grito en el cielo. Y para mi mamá la onda era ir a misa de vez en cuando, y el mes de junio dedicarse a rezarle al Sagrado Corazón de Jesús. Con mi hermana armábamos como un altar con una imagen del corazón de Cristo, le prendíamos velas durante 9 noches y mi mamá nos hacía rezar el rosario, arrodilladas sobre dos almohadones. Nos encantaba ese rito, menos por lo que significaba que por hacer algo diferente una vez por año. Así de emocionante era nuestra vida por esos días.
Los primeros años del secundario me volví re mística. En los recreos, en vez de caminar por el patio hablando de chicos con mis compañeras de colegio, me iba a la capilla y conversaba directamente con Jesús. No me gustaban los intermediarios.
En quinto año, abracé el ateísmo absoluto. Había leído un libro que se llamaba “Jesucristo nunca ha existido”… y me lo creí entero. Todos los años, las alumnas de Las Esclavas hacíamos “ejercicios espirituales” – o sea, reductores, pero de la capacidad de raciocinio- en la casa de Belén, que todavía está ahí, creo, incólume y atemporal. Ese año fui la única de las 40 en no comulgar. El cura me llamó aparte, y trató de convencerme de volver al rebaño de los crédulos. Yo ni lo escuché, empecinada en mi escepticismo rebelde, del que me sentía orgullosa.
Pero volví: me puse de novia con un católico practicante. El amor todo lo puede. Empecé a ir a misa a la Iglesia Santo Domingo, a sentir culpa por cualquier idiotez y así. Íbamos a La Cosechera, un bar re clásico de esa época, y mientras mi novio hablaba sobre las vidas de los ángeles y otras quimeras por el estilo con sus amigos suscriptores de la fe, yo me dedicaba a la deglución incesante de la torta de chocolinas de La Cosechera, un manjar de los dioses, por supuesto.
Me bautizaron, hice la comunión, la confirmación, me casé por iglesia y me divorcié por el civil. Me falta divorciarme por la Iglesia. Algún día, pienso, en la Santa Iglesia de Nuestra Señora de la Dimensiones Alternativas.
A mi hijo sólo lo bauticé, nada más, por la fuerte presión familiar. Pero no tuvo formación religiosa, ni ahí. Una vez, en la Normal, la señorita de Plástica les pidió que ilustraran la Semana Santa, y el chico, que no entendía nada, y creía que era sólo un feriado largo pre-kirchnerist
En el Facebook, durante un tiempo fui una “atea militante”. Me suscribí a MIL grupos de ateísmo y todo eso. Después me relajé un poco. Pero varias amigas creyentes me eliminaron. No sé por qué. Yo no dejo de querer a nadie porque sea creyente. Todo bien. Yo creo en otras cosas, tan irreales como la resurrección: bajar cinco kilos sin dieta ni gimnasia, tomar 4 copas de Malbec en una fiesta sin mandar MP re inconvenientes después, ver una peli bien centrada en la pantalla del Solar o lograr que una remera de modal no me marque el rollito estúpido ese que padezco como una santa. Amén.