COMARCAS
Ha sido un fin de semana terrible el de esta guardia -dice Julia-, mientras intenta doblar los pliegues arrugados de su delantal blanco descolorido, casi amarillento y repleto de manchas que no se distinguen si son de sangre, iodo o simplemente sudor humano.
Ella sale de su guardia, hace 24 hs que acude diligente a cada llamado, a cada gemido, a cada ulular de las ambulancias que llegan presurosas y van descargando gentes como paquetes o mercaderías que dejan en depósito y luego vuelven activas por nuevos cargamentos.
Ha sido un duro domingo el de ayer, repite.
A veces siente que a sus ojos gastados por los años ya no les quedan lágrimas, que ya las enjugó a todas, pero se sorprende aún cuando el desgarro ajeno hace brotar nuevas y tibias gotas y las siente recorriendo su pobre y anguloso rostro.
Cinco altas, dos defunciones, tres pases a salas, anota en un cuadernillo azul, anotaciones en rojo, casi como escritas en sangre, que debe dejar minuciosamente detalladas para quien seguirá su labor en este lunes nuboso de julio.
Ella no deja de recordar esos ojos negros que miraban desde la camilla blanca, ojos jóvenes, como los de su nieta Juliana, ojos enfermos como los de su madre despidiéndose cuando se iba al infinito, ojos nublados por el paco, la pobreza y la ignominia, ojos que no sobrevivieron al despertar de aquella mañana de guardia. Afuera, en el amplio corredor, en el ancho pasillo externo, la vida bulle, llena de contradicciones: un pastor evangélico ofrece una charla y reparte folletos bajo un letrero, donde expone sus razones, exhortando al público a no aceptar transfusiones de sangre, mientras metros más allá, una parejita sentada en taburetes azules se ríe y besa, bajo el ritmo de una cumbia furiosa y feliz.
En esta comarca blanca sólo el invierno cobija a los deudos, piensa.
Julia guarda la lapicera, dobla meticulosamente su viejo delantal amarillento y camina despacito por las galerías llovidas y lluviosas, repletas de gritos, silencios y voces, mientras reza un padrenuestro bajito, entre los dientes, y aunque hace años dejó de creer en los rezos, reza por la niña que llegó anoche, confundida de existencias, golpeada por los pocos años que la precedieron y piensa en las injusticias que tiene la vida: afuera, los malditos sobreviven, las rapiñas cargadas de odio siguen cantando mientras cuelgan sus rosarios y despliegan sus pancartas defendiendo dos vidas, mientras adentro miles de ojos negros y jóvenes se apagan en cada guardia.
Camina despacio, avanza despacio hacia la salida, prende un cigarrillo y observa el lastimoso espectáculo que ofrecen esos pañuelos celestes repletos de desaprensión. Tira la colilla lo más cerca posible de ellos, sólo para demostrarles su profundo desprecio… y se aleja.
El mundo, tan contradictorio como la comarca, espera insaciable, feroz y bullicioso.
(Silvia Gómez/Julio18)
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