Gloria
En esta entrega, SinMiga reúne a Virginia y a Ana, dos artistas que con sus obras (una desde la literatura, otra desde la plástica) visibilizan el padecimiento, la culpa y la deuda en un gesto que debe entenderse como parte de ese hecho político que es el gran abrazo de la marcha nuestra de cada 24 de marzo.
Gloria
Por Virginia Feinmann
Yo no quería un celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir setenta años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi casa, conozco a todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en Suecia viví. No hablaba el idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la epilepsia y me las arreglé igual… para qué quiero un celular.
Mamá, me dice ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos desde chica. Y más de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría por tener hijos con él. Soñábamos con ver la casa llena de pibes y pibas corriendo, con los amigos, las guitarras, los asados. Éramos varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. Militábamos en el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos. Íbamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles clases a los chicos. Se hablaba mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo no quería hacer caridad… asistencia. Nosotros queríamos que hubiera para todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar el poder, eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple, ¿no? Sin embargo, no sólo que fue imposible, sino que… en fin.
Pero bueno, la tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el 72. Yo tenía veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada. Como dos años pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía la menstruación y lloraba. Después me componía rápido para salir al barrio Alsina, con las latas de leche Molico, los libros, seguía adelante.
A Beto se lo llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos llevaron después.
Y nos llevaban de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un domingo, que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de Cuca, por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros en un bar y lo agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a los chicos, adelante de las maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida después. Del mismo jardín lo llamaron, que había no sé qué problema, y en la puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la necesitaban de urgencia en la fábrica, y en el camino… Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la tecnología, porque si tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de, no sé, de los jueguitos esos que usan mis nietas. Le digo así. Pero la verdad es que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me duele. Con un telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que vaya bajando la carne del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan una de terror o romántica.
¿Sabés lo que hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita no venga al jardín, la maestra esa que siempre la está molestando, la que dice que los chicos son hijos de guerrilleros, estuvo hablando esta mañana con la directora. Cacho, nos fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de servicios.
En fin… A mí igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo dónde encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de bombacha, no les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A Gloria le dieron… la lastimaron mucho. Al día de hoy se nota que no camina bien… será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo, pero la he visto pasar por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver… si te hacían cualquier cosa… Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero bueno, ella les dio mi nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo eso me lo hicieron a mí.
Además de tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel. No como en una cárcel.
Ella me pidió disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez yo no vi nada. Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre, mugre. Sola me los fui limpiando. Me llevó un montón de días, pero de pronto pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos, así hablando con alguien, como riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan de ella, tan alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio tremendo, todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que tirar de nuevo en la colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás, pensando que ojalá fuera ella para saludarla al día siguiente.
Después no la volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y viene y me agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de abrazarla, de darle besos, yo con las manos todas llenas de espuma, me empecé a reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que llora. Y me dice flaca fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así. Flaca fui yo.
–¿Fuiste vos qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? –la tuve que sacudir porque no salía de esa frase, así que al rato me dijo.
–Fui yo la que te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora una, con los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo misma podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por qué, porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi casa de chica, un mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos para cenar todos juntos en la cocina, cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito terminaba los deberes, y ese mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no hablara, que cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria en cambio dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el 83 y se vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía… arritmia cerebral se llama, yo le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una secuela también. Entonces por los medicamentos y todo no podía pensar en tener bebés. Después se me fue curando, me redujeron el tratamiento, me curé, vinimos a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande, pero la tuve. Y terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita, toda para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida nueva. De nena también, con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que en algún momento ya no pensábamos que las íbamos a vivir. Y bueno, ¡ahora mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la plaza, a las hamacas, al pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos al cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que ven por la tele.
Son divinas las nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para quedarse a dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué graciosas. Muy amorosas, sí.
Pero ahora con esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy entusiasmadas y todo, a las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude contener, me dio una bronca tremenda. No sé qué me pasó. No lo quise abrir, me enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la pileta, me tomé los remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me dio un beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de la ventana. Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular sin abrir. Lo agarró, lo trajo hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo tenía entre las manos y miraba para abajo.
–Abuela, yo te quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar. También se pueden mandar mensajitos.
Estaba ahí muy chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me senté de nuevo.
–Y eso cómo es.
Levantó la cara contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba pero yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el aparato y dice.
–Vas a mensajes, crear mensaje, ahí escribís lo que le querés poner a alguien, ponés el número de esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías…
Hacía calor, pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
–A Gloria.
–¿Y quién es?
–Una persona.
–Bueno, perfecto, ¿y sabés su celular?
–No… pero lo puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
–Bueno, perfecto, y qué le querés poner.
–No sé… qué hago… ¿te dicto?
–No, no, yo te enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés usar la escritura predictiva, si apretás este botón…
–Bueno pará, Luli… Más despacio… –yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la cabeza, me apantallé un poco con la mano–. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba las teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi cabeza. Y funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y volvió a entrar un aire limpio, de feriado sin autos.
Agarré el celular.
Miré la pantalla.
Escribí: “Hola Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y me enseña a mandarlo.