Cuarentena Santa
Jueves Santo, pero no tanto
Rompo la cuarentena otra vez: voy a almorzar con mi mamá. Marta ha hecho una sopa de choclo de fábula. Las tres comemos como si Alberto fuera a prohibir la ingesta de sopa al otro día y para siempre. Después me voy al Carrefour a hacer la compra semanal de mi progenitora, disfrazada de eternauta con barbijo y guantes y sin escafandra. Hago la fila, somos muchos, una señora me pide que respete el metro y medio, tiene razón, tengo que llevar un centímetro cada vez que salga, pienso. Dejan entrar como a treinta personas al mismo tiempo, me da como miedo pero entro igual. Salgo una hora más tarde, llevo las cosas de mi vieja y un Dadá Malbec para mí. Llego al depto de mi mami, me lavo las manos 300 veces y me voy al Pasquini, me cobran 1.800 pesos tres radiografías de mi vieja por el PAMI, no las llevo y salgo puteando al coronavirus, al PAMI y a Macri, por costumbre. Vuelvo a mi casa caminando casi de noche por las veredas de una ciudad vacía, oscura y fantasmal. Siento que estoy en un cuento de Ballard o Phillip Dick. Siento que esto es el futuro.
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Viernes Re Santo
Me despierto con dolor de garganta, decido no salir por ninguna causa, ni aunque sea indispensable, ni aunque me avisen que Brad Pitt va a pasar frente a mi casa. Le pregunto a mi homeópata qué gotitas tengo que tomar, son seis. Me hago un té con miel, no tengo jengibre, merde, siempre hay que tener un tronquito de jengibre en la heladera. Leo las noticias sobre el bicho monárquico, me duele más la garganta, mi mamá me llama y me dice que me ponga un pañuelo en el cuello. Mi hijo viene a almorzar conmigo, felicidad. Comemos empanadas, tomamos dos copas de Dadá cada uno y vemos un cuarto de una peli horrible con Ben Affleck, nos pasamos a Counterpart, una serie sobre mundos paralelos que luce buena. A las seis y media, Pato se va a su casa, me quedo un poco triste, le digo que me llame cuando llegue, ya es casi de noche. Tipo nueve, no salgo al balcón a aplaudir, Alberto anuncia que sigue la cuarentena. Estoy de acuerdo con Alberto, igual me da una crisis de angustia, la llamo a Sarita, ella me dice las palabras justas, me calmo un poco. Me olvido de tomar una gotita homeopática cada hora, mala mía. Me hago una sopa instantánea y sigo viendo The Outsider, la había empezado el jueves. La trama gira para el lado paranormal y terrorífico, me empiezo a poner nerviosa y apago el televisor. Voy a la cocina, lavo los platos, limpio todo, le paso alcohol diluido a todas las superficies que encuentro en mi camino, cambio el agua de los potus, me lavo las manos 500 veces y me voy a dormir. Siento que todos somos los protagonistas de un episodio de Black Mirror, uno que no se sabe a qué hora ni qué día termina. Son las 3 de la mañana, no tengo sueño. Los vecinos de arriba esta noche están en silencio. Es raro.
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Sábado de -Divina- Gloria
Me despierto a las 10, la garganta me sigue doliendo, me preocupo. No voy a ir a verla a mi mamá, esta vez va mi hermano. Desayuno té con tostadas, leo los diarios, veo los whatsapps, hay miles de memes de Alberto dando clases, de Alberto diciendo filmina, de Alberto siendo todo lo capo que es. Me lavo el pelo, me lo seco rápido, me hace mucho frío, me pongo un sweater grueso y un gorro de lana. Mi hermano viene a buscar algo, lo espero en la vereda para evitarle los ascensores y el rito acuático infernal. Me ve vestida de invierno, se caga de risa, me saca fotos y las manda a todos los grupos familiares. Así es, este chico. Preparo una hamburguesa, culpa mediante, para compensar hago una ensalada. Busco algo para ver, elijo Shtisel, para seguir con el tema de los judíos jasídicos, después de Unorthodox. El protagonista es un actor mediocre pero precioso, la sigo viendo. Hay un romance, me gustan los romances, aunque sea en la ficción. Llamo al Almacén de Sabores, pido cosas dulces sin gluten por delivery, hay que endulzar la cuarentena, me digo a mí misma para justificarme. Mi mamá me manda un audio y me dice que me extraña mucho, que vaya mañana. Le contesto que todavía me duele la garganta, que estamos en cuarentena y ñañaña… Llega el chico del delivery, recibo el pedido y subo a mi depto. Me lavo las manos como 45 minutos, les paso alcohol a las llaves, la cerradura, el picaporte y casi a la pastafrola y la rosca de pascua, me contengo a tiempo. Llamo a mi amiga Cristina, hablamos de todo un poco, nos recomendamos series y películas. Busco una comedia yanqui con romance incluido, que haga juego con la sopa de zapallo. Pongo una con Seth Rogen (soy su fan) y Charlize Theron, una mina que nunca comió un alfajor de chocolate Frank’s – con o sin gluten- en su vida. Divertida, previsible y bien light, adecuada para estos tiempos distópicos, pero con final patético. En la peli se ven las calles y los bares de Washington llenos de gente, luces y movimiento, como era antes el mundo, y me da nostalgia. Son las 4 de la mañana, me tomo medio clona de 0,50. El futuro también es insomne. Mañana será otro día, decía Scarlett O’Hara, que nunca conoció la ciudad de Wuhan.
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Domingo de Resurrección (pero no de todes)
Las palomas que duermen en el hueco del aire acondicionado -que dejó el dueño anterior de mi depto-, me despiertan a las 7 en punto y se ponen a ulular como locas, las odio. Eso, no gorjean, ululan, las guachas. Me voy al otro cuarto a seguir durmiendo un rato más, haciendo caso omiso de los murciélagos que anidan en el taparrollos. Junto con algunas polillas y dos arañas que corroboran que hay vida eterna, esos son los tiernos animalitos de mi zoo privado. Me levanto a las 11 y pongo C5N, hay más infectados en el país y en el resto del planeta. Para evitar la angustia, hago huevos revueltos y té con miel. La llamo a mi mamá, le digo que voy a ir a celebrar la Pascua con ella y Marta. Casi se cae de la silla de ruedas de la alegría. Me arreglo un poco, me maquillo de memoria mientras veo a Robertito haciendo preguntas ridículas a la gente de los balcones en Baires. Salgo a la calle de barbijo y con el resto del Dadá en una bolsa. Nadie en la calle. NADIE. Y es domingo de Pascua, pienso. Si fuera un día normal, estaría yendo al súper a comprar huevitos de Pascua para la Juli, que aunque ya tiene 12 años y es atea como todos nosotros, no rechazaría un huevito de chocolate envuelto en celofán dorado y con rocklets adentro. Llego al edificio y le digo felices pascuas al portero, una es atea pero tiene sentimientos. Antes de saludarla a mi vieja con el codo, me lavo las manos durante tres horas y me echo lisoform por todas partes, inútilmente, ya sé, no me digan nada. Diez minutos después, llega Pato, rompiendo él también la cuarentena, todo sea por Abu. Todes tenemos declaración jurada, eh, no se crean. Brindamos por la Pascua, por Alberto y el ASO, y nos terminamos el Dadá. Mi mamá se va dormir la siesta, Marta también, Pato y yo vemos Guerra Mundial Z – sentados a dos metros de distancia- para seguir con el temita: hay un virus maldito pero está Brad Pitt, que es más lindo que Santiago Cafiero, con esas arruguitas divinas que diosledió. Tipo seis y media, Pato y yo volvemos a nuestros respectivos domicilios, de donde nunca deberíamos haber salido, claro, estamos en cuarentena. Camino por la Mendoza, hay un chico tocando la guitarra en un balcón y un señor extraño parado en la esquina de Sir Harris, con un barbijo celeste y enorme, me apuro hacia mi depto. A las nueve salgo a aplaudir al balcón. No la veo a la chica del edificio de enfrente, que siempre está sola, como yo. Tiene las cortinas cerradas, pero se ve luz, capaz que también a ella le duele la garganta. Ahí me doy cuenta de que a mí ya no. Es Domingo de Resurrección, dicen. Tal vez alguna deidad del Walhalla o del Olimpo me tocó con una varita mágica. O quizás sólo fue el pañuelito que mi mamá me dijo que usara todo el tiempo, no sé. O tal vez es que pude ver a mi hijo dos veces en el mismo finde. A veces las cuarentenas tienen sus encantos, sus recompensas, sus hijes, sus mamás y sus Abus, debe ser eso.
Imagen de tapa | Patricio Corvalán, diseñador industrial, ilustrador.