2020: HABEAS CORPUS PLANETARIO

2020: HABEAS CORPUS PLANETARIO

En esta nueva entrega, que conjuntamente con otros trabajos de su autoría Sin Miga compilará en un dossier al alcance de sus lectores, Aldo Ternavasio desenmascara el común denominador que une los cuerpos contaminados de las fosas de New York con los de Guayaquil: la pérdida, ya en vida, de aquello único de interés verdadero para el capitalismo: su fuerza de trabajo.

 

 

 

2020: HABEAS CORPUS PLANETARIO

Por Aldo Ternavasio

 

Otras dos imágenes-ancla de la pandemia se hunden en mi memoria. Los cuerpos cubiertos con plástico en Guayaquil y las fosas comunes en New York. Miro estas últimas y me sorprende el parecido con centenares de fotografías del ‘tercer mundo’ vistas a lo largo de varias décadas. Hay cierto ensañamiento de la muerte, cierto derrumbe de la realidad que hacen que todos los lugares en donde se producen, por diferentes que sean, terminen confrontándonos con algo equivalente. Es como si detrás de estas imágenes descubriésemos nuestro propio rostro, ahora deshumanizado, devolviéndonos la mirada. Nuestro ‘otro’ desrostrificado, es decir, carente de la ficción del rostro.

Sin embargo, no es esto lo único que me hace reparar en las imágenes de New York. Un paradójico círculo de cierra en ellas; paradójico para mí, puesto que advierto que me ‘recuerdan’ imágenes nunca vistas. Extrañamente, tengo la impresión de que las primeras vienen a ocupar un lugar vacío preparado por las segundas. En el caso de estas últimas se trata de imágenes formadas en mi imaginación e inducidas por unas reflexiones de Giorgio Agamben que leí hace más de un par décadas, aunque, recientemente, el severo filósofo italiano haya sido muy criticado por sus posiciones respecto de las cuarentenas obligatorias y del comportamiento del Estado durante la pandemia-.

Carla GRUNAUER, Eclipse de mí. Anilina, lavandina y marcador s/tela. 115 x 140 cm. 2019

Pero de momento, no es esto lo que me importa. Mis recuerdos imaginarios se remontan hasta un texto publicado por Agamben a comienzo de los noventa en un libro llamado Medios sin fin. En el artículo al que me refiero, Glosas marginales a los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, entre otras cosas, analiza lo ocurrido —si es que así puede decirse, en una ciudad rumana llamada Timisoara. El 23 de diciembre de 1989 la televisión de Rumania había difundido las imágenes de cuerpos enterrados en unas fosas comunes. Se suponía que eran las víctimas de una brutal matanza perpetrada por la policía de Ceaușescu, cuyo régimen se había derrumbado unas semanas antes.

Las imágenes conmovieron al mundo. Fueron reproducidas por todos los medios gráficos y audiovisuales del entonces todavía autodenominado ‘mundo libre’. Los cuerpos mostraban atroces signos de tortura. Sin embargo, un mes después se supo que se trataba de un montaje armado por la propia televisión y, evidentemente, por las ‘fuerzas de seguridad’. Habían usado cadáveres desenterrados obtenidos de una morgue, que no tenían ninguna relación con la matanza informada. Pocos se enteraron de la mise-en-scène una vez fusilado Ceaușescu, dos días después de que se difundieran esas imágenes, tal como lo hiciera notar Eduardo Galeano en su momento. Las rectificaciones de los medios siempre bordean lo imperceptible. En su sitio web, el diario español El País aún reproduce la información falsa del 23 de diciembre de 1989[1].

No estoy seguro de haber visto las imágenes de Timisoara. Sin embargo, guardo un recuerdo de ellas evocado, seguramente, por la lectura de Agamben. En mi dudosa memoria, tales imágenes eran, al mismo tiempo, perturbadoramente verdaderas y falsas. Aún sin haberlas visto, resulta evidente que es así. De cualquier manera, cuando vi las imágenes de New York inmediatamente tuve la impresión, totalmente infundada, ¿errónea?, de que se asemejaban a las de Timisoara.

Me parece que las fosas de New York son el reverso de aquellas de Rumania. Ahora todo es real. Muy real. Si hay algo que no son las fosas comunes de aquella ciudad es, justamente, un montaje armando por la televisión y, sin embargo, creo que un hilo funesto conecta Timisoara con New York. Es la falta de solución de continuidad entre lo verdadero y lo falso, y ese hilo tendido como resultado de la victoria del capitalismo neoliberal consumado en 1989, llevó esta ambivalencia hasta los rincones más remotos e íntimos de la vida planetaria. (Me pregunto si se podrá ver la Estatua de la Libertad desde la isla en la que están las fosas).

Ambivalencia. Son verdaderos los cuerpos, es falsa la guerra contra el virus. No porque no haya una enorme crisis sanitaria. Sino porque ésta no es una guerra y porque si hay una, no es contra un virus. En mi reverberante imaginación, lo que expresan las fosas de New York es que el propio capitalismo se volvió irremediablemente contra sí mismo, ingresando a una fase de autofagositación. Como si estuviera lanzado a un extractivismo incontrolable que consume las propias vidas que dan lugar a su existencia.

Surge así, ya no del río Hudson, un Clovierfield de escala micrométrica. La secuencia de ARN del COVID-19 irrumpe en New York para hacer realidad todos los miedos prolija y oportunamente formulados por la cultura de masas contemporánea.

Entonces, ¿qué es el capitalismo ahora entregado a un mortal ‘juego de la gallina’ consigo mismo? Me voy a permitir una respuesta muy elemental, quizás pueril. Es la práctica que crea una zona abstracta, la del intercambio, en la que los cuerpos vivos, las máquinas, las materias y los signos son funcionalmente indiscernibles. Así, el valor se crea, fluye y se acumula. Según, claro, los cauces de la propiedad privada.

Carla GRUNAUER, Herida. Anilina lavandina y marcador s/tela. 120 x 100 cm. 2019

De esta manera, el capitalismo hace de nuestros cuerpos una suerte de materia cambiante que oscila entre un polo abstracto y otro concreto. Uno en red con la maraña de signos que circula con mercancías ignotas, otro en composiciones prácticas con las colaboraciones cotidianas localizadas que desarrollamos a diario. Ambos polos, también, aparecen combinados en mezclas inestables sin solución de continuidad. Otro tanto se podría decir del cuerpo planetario. Lo que verificamos hoy, de manera muy concreta, es que esta práctica de intercambios abstractizantes está descontrolada y librada a una retroalimentación sin límite.

A pesar de ser objeto de una visibilidad y una ‘transabilidad’ únicas en la historia, en este estado de situación, los cuerpos nunca se muestran según la ambivalencia a la que son expuestos por los flujos de abstracciones que los atraviesan. Es el mismo fetichismo que oculta en la mercancía su proceso de producción. Un fetichismo que oculta el proceso de producción que fabrica el cuerpo-fuerza, destinado a agregar valor. Cuerpos-fuerza del trabajo físico, cognitivo, deseante, gozante o como se quiera. Bajo el cuerpo visible de la sociedad postfordista, hay un resto siempre -o casi siempre-, desaparecido: el de las composiciones colaborativas cotidianas.

Vuelvo a las fosas de New York. Lo que veo en esas imágenes es que los cuerpos están ahí pero como si no fuesen los verdaderos cuerpos. Pero ¿por qué? Algo falta. Falta el resto del cuerpo, aquel resto-del-cuerpo siempre ocultado, improductivo para el capital, que es portador de la materia deseante y gozante de una vida. Ese cuerpo, no es más que una cierta tendencia a los contactos con el mundo, con otros cuerpos, con las palabras y con los afectos. Composiciones que valen por sí mismas. Es el cuerpo que la realización del valor necesita hacer desaparecer para suplantarlo por un cuerpo-mercancía. Es, exactamente, el cuerpo que demanda el duelo de una pérdida. Sólo se pierde lo que se tiene en común. Una fosa común es una fosa de lo común.

Lo falso de las fosas de New York, como eco abstruso y personal de las de Timisiora, es que esos cuerpos están allí, aparte de por las razones obvias, para mostrarnos que sólo fue el COVID-19 el que los mató. Lo falso no está en lo que se hizo con los cuerpos después de muertos, sino lo que se había hecho de ellos mientras vivían. Lo que no podemos ver es el resto desaparecido que el capitalismo ya había sustraído a los fallecidos. Pero siempre algo desborda las imágenes. Quizás por lo inesperado de ellas, las fosas comunes de New York convierten lo visible en un indicio de lo invisible. Las desapariciones que antes permanecían ocultas ahora comienzan a mostrarse como desapariciones. Faltan.

¿Cuerpos desaparecidos? Hay que decirlo con cautela. Quizás sea más conveniente hablar de desapariciones en los cuerpos. Pero hay que decirlo. Porque si esas ‘desapariciones’ no fueron efectivas, ¿cómo llegamos a este punto? Se trata, una vez más, de justificar una guerra, ahora contra el virus, cuyo éxito consistiría en que el orden que habilitó la letalidad del contagio se mantenga intacto y, si es posible, intensificado ¿Qué otras guerras se agazapan aquí? De todo tipo. Seguro. Se lo ve venir. ¿De clases? También.

En nuestros países, la conjunción de neoliberalismo y cuerpos desaparecidos fue la expresión extrema y periférica de lo que el centro expoliador, con otros medios, arrojó sobre sus propias poblaciones: hacer desaparecer el cuerpo como agente de resistencia. Y si esa desaparición no fue física, sí fue política. El programa contundentemente formulado por Margaret Thatcher: ‘el objetivo es transformar el alma, la economía es el instrumento’. Faltó decir, un instrumento que se aplicaría sobre los cuerpos, porque se trata siempre de lo que estos pueden o no pueden dar. En última instancia son los garantes de la (in)docilidad social.

Precarizados, desocupados, abandonados, culpabilizados, individualizados, es decir, ‘descolectivizados ’, siempre ocultos como anudamiento de lazos, sensibilidades, experiencias y propiedades colectivas. Cuerpos portadores de lo común pero malogrados, desaparecidos bajo el manto de un alma perezosa, dogmática, poco emprendedora, capaz de chuparle hasta la última gota de sangre a los verdaderos productores de riqueza. O, al menos, es lo que se nos quiere hacer creer.

No había nada imprevisible en la manera en la que el COVID-19 iba a golpear a Europa y a EE.UU. Quienes podían detener la megamáquina capitalista simplemente hicieron lo que están acostumbrados a hacer: hicieron como si el cuerpo improductivo hubiera desaparecido. Actuaron como si pudiesen arrojarlos a la pandemia y, al mismo tiempo, quedarse con su fuerza de trabajo.

Esa fosa común, en donde yace lo común, es parte del mismo movimiento que, por ejemplo, en 1966 produjo el cierre de 11 ingenios, la expulsión de una enorme porción de trabajadores tucumanos y el comienzo de las ‘villas miseria’. Movimiento que en el 73 concretó el derrocamiento y asesinato de Allende y que en el 76 realizó el golpe de Estado y sus 30.000 desaparecidos… Los ejemplos de ese movimiento global son incontables.

Carla GRUNAUER, Monas deseantes. Anilina, lavandina y marcador s/ tela. 120 x 100 cm. 2019

Por tanto, la demanda fundamental que debemos imponer es, finalmente, la misma: habeas corpus. No al cuerpo del capital, a la fuerza de trabajo físico, cognitivo o del tipo que fuera. Sino a ese cuerpo al que el capitalismo hizo desaparecer, al del deseo insurgente, revolucionario, al que no acepta ser consagrado a la mera reproducción, a ese cuerpo movedizo, porque en parte es individual y en parte colectivo.

Esa es la clase de cuerpo que debemos recuperar. No está alienada solamente la consciencia. También, la materialidad corporal lo está. Pero, sobre todo, están desactivadas las prácticas colectivas que los producen como cuerpos comunes. ¿Somos capaces, por ejemplo, de aprender algo de alguien como Nacho Levy, de La Garganta Poderosa? ¿No es ese activismo el que, justamente, ‘activa’ los cuerpos como nodos de redes de solidaridad mientras desactivada o morigera la libido de mercado que circula por todos nosotros?

La contraparte de esto es el cuerpo neoliberal paradigmático: el del Marine. Ofrece a hombres y mujeres, ciudadanes de la libido de mercado, su ideal de eficiencia cardio-muscular. Podríamos pensar muchos ejemplos, pero el cuerpo neoliberal siempre será vivido como un activo. Su rentabilidad recaerá sobre la disposición de los individuos a trabajarlo, a agregarle valor. Es, por definición, un cuerpo-capital, fuerza de trabajo dirigida, autogerenciada, en primer lugar, hacia sí mismo. Su reverso: culpa y depresión.

Si trato de conectar las dictaduras latinoamericanas con las fosas comunes en New York es porque trato también de conectar a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo con nuestro presente. Quiero recordar(me) que estuvieron allí. Que aún están. Que el activismo pudo imponer en Argentina los procesos de Memoria, Verdad y Justicia. Que el Equipo de Antropología Forense no deja de restituir identidades. Que en el Pozo de Vargas el trabajo de la memoria no se detiene. Que las mujeres con su movilización, están desafiando al patriarcado. Y que hay, a pesar de la inmovilidad del confinamiento, toda una enorme imaginación sensible abriendo formas de vidas nuevas, prefigurando lo que aún no llega a formularse políticamente.

Producir las razones para dar la vida y para defenderla también es una tarea colectiva que deberá ser encarada en algún momento. No podemos conocer los finales de las historias hasta que ocurren. Pero si somos capaces de formularnos los problemas correctos, tal vez podremos encontrar las grietas para salir de ellos.

Por mi parte, estoy convencido de la importancia de plantear uno. Hasta aquí, he mantenido la dulce ficción de la primera persona del plural. Lo seguiré haciendo. Pero quisiera poner una alerta sobre esa palabra y sobre la total ausencia de un significado que no necesitemos problematizar.

 

 

 

[1] https://elpais.com/diario/1989/12/24/internacional/630457201_850215.html


Aldo Ternavasio
Nació, vive y trabaja en San Miguel de Tucumán. Lic. en Artes, es docente e investigador de la Escuela de Cine, Video y Tv y de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT. Incursionó en el campo del videoarte y las instalaciones. Ha conducido encuentros de análisis de obra para jóvenes artistas tanto de nuestra escena, como de otras provincias del país. Integra el consejo editorial de la revista Link en donde escribe sobre arte, cine y política.

Imagen de tapa: Carla GRUNAUER, S/T (detalle). Anilina, lavandina y tinta/sobre tela. 40 x 35 cm. 2018