Sonidos armónicos

Sonidos armónicos

Sonidos armónicos

por Ricardo E. Gandolfo

                                                           “Música porque sí / música vana”
Conrado Nalé Roxlo

 

“La música es el arte de combinar los sonidos“– solíamos repetir ante nuestra profesora en la escuela secundaria, sin percibir en esa gastada fórmula cuán verdadera era su declaración. Porque, vamos, si de combinar se trata y simplemente de eso, nada se dice sobre cuáles sonidos, ni en qué orden, sólo basta su articulación. Pero inmediatamente surge ese anticipo, el del arte, que obliga a elegir qué combinaciones, qué notas, dónde van los silencios y cuánto duran, cómo se hermanan los sonidos disímiles de cada instrumento, qué altura tienen las voces, hasta adónde extendemos esta u otra cadencia. En fin, numerosas – casi infinitas – son las formas musicales y los artefactos que pueden crearse a partir de ese arte.

Cuando yo era niño (hace muchísimos años), mis padres compraron un tocadiscos Wincofón, que era algo así como la quintaesencia del progreso musical frente a los antiguos con púa metálica y sonido carrasposo. En él aprendí a hacer sonar los maravillosos discos de 33 y 1/3, que me sumergían a mis amigos y a mí en universos alternativos donde se escribían, de manera incesante, historias, estados de ánimo y aventuras diversas. Así comencé a interesarme por la música y ese interés no me abandonaría jamás.

Pero, desde luego, son diversos los motivos de la gente. Algunos se interesan por aprender a utilizar un instrumento, como la voz humana. En este sentido los coros constituyen hermosos ejemplos de una solidaridad basada en el arte y no necesariamente en motivos humanitarios. Otros lo hacen por intereses eróticos adyacentes: una dama, un novio, un compañero, poco importa, la música cumple el papel de destacar el deseo, y cuando hay fortuna, también de fortalecer y delinear el amor a través de los años.

En el vasto universo de los sonidos flotan numerosas intenciones, no todas conscientes, por supuesto. Los músicos, en ese sentido, compiten con los poetas en su negativa a “explicar” o decir algo de sus creaciones. A diferencia de los escritores, tienen la ventaja de que muchas veces sus productos no están acompañados de canto o palabras. Pero aun cuando lo estuvieran, casi siempre yerran a la hora de indicar de dónde sale tal o cual canción o esa melodía que nos encanta, pero a la que no comprendemos.

La pregunta que surge entonces, inmediatamente, y voy a hacerla, antes de que alguna lectora indignada la formule, es si la música tiene algún significado y si no es suficiente con el gusto, para dotar de existencia triunfante a una partitura cualquiera. Y contestaré que es cierto, que basta con el agrado o interés que nos despierta (y que no suele ser sólo emocional, sino más profundo, más cercano a las fuentes de nuestro ser) para justificar una música y para hacerla inolvidable. Incluso sin estar asociada a momentos concretos de nuestra existencia (al menos conscientemente), muchas canciones tienen la virtud de alegrarnos, ponernos sentimentales o dotarnos de una maravillosa energía que sólo puede brotar y ser comunicada por esos sonidos. También hay músicas que entristecen, y son las menos interesantes, porque la tristeza puede ser una consecuencia de algún acto o suceso de nuestras vidas, pero nunca una pasión íntimamente deseada. Las tristezas se padecen, y hay que hacerlo con la mayor dignidad posible, pero las alegrías (como son fugaces) son siempre encontradas.

Lo que sí puede ser explicado, o al menos comunicado, son las circunstancias, las anécdotas, las vicisitudes que rodean la creación o la interpretación de una música cualquiera. Y los mejores críticos son los que nos acercan esos momentos memorables cuando un compositor trasciende su ser y plasma una obra. Con esas explicaciones aumenta nuestra comprensión, y gustamos, además, de la enunciación de una armonía, aunque no tengamos un entendimiento absoluto de su enunciado.

Me parece que el goce obtenido por la música es razón suficiente para entender su inútil existencia. También creo que es necesario exigir siempre la mejor música y con eso quiero decir no un estilo, ni un tipo, sino una música que esté compuesta con inteligencia, pasión y gusto. Que además nos haga atravesar una cierta zona de complacencia, para internarnos en territorios nuevos y sorprendentes.

No se asusten: no abogo porque todos escuchemos a Giorgy Ligeti y sus monumentales creaciones atonales. Basta con Virus, Edmundo Rivero, Miles Davis o al menos Duke Ellington, el Cuchi Leguizamón o su entrañable amigo tucumano, Rolando Valladares, Soda Stereo, Sumo, la diversión sin fin de Los Auténticos Decadentes, el baile refinado de OMD, las estructuras de Bach o las pasiones ensimismadas de Beethoven, en fin, infinidad y multitud de tonos, melodías, arpegios, escalas que se entremezclan y pululan, que asedian la conciencia y acarician el cuerpo, que nos divierten, nos emocionan, nos transportan y nos hacen quedarnos aquí, junto a la música, ése arte infinito e insustancial, esa matemática amorosa que sólo los hombres hacemos de manera explícita.

Se ha hablado de la “música de las esferas celestes” o de “los tonos profundos de la contemplación del infinito” y es posible que algo de la intemporalidad, del hallazgo de lo interminable se encuentre en este arte. Pero para mí, la música siempre será una experiencia destinada al cuerpo, a hacer vibrar los músculos internos, aunque sea de manera imperceptible, de poner la sangre y el corazón a pensar, arruinando todas las banales meditaciones sobre la inteligencia emocional que se vierten a diario y haciendo que las palabras toquen la carne, aun cuando en la música, muchas veces sean palabras implícitas, no proferidas.

Como afirma Simón Frith en un libro complejo pero fundamental, Ritos de la Interpretación (2014), citando a Stravinsky “la música nos ha sido dada con el solo propósito de establecer un orden entre las cosas, incluyendo especialmente la coordinación entre el hombre y el tiempo”. Y es por eso que, de manera misteriosa, los tiempos se acortan al compás de un rock and roll y se aquietan frente a una sinfonía de Mozart, se vuelven levemente angustiosos cuando escuchamos a Leda Valladares en una de esas coplas geniales que ella supo recopilar en los valles, y se tiñen de un retintín de alegría si nos asomamos a la refinada diversión de New Order. Algo nos acompaña y por supuesto hace más vivible la vida.

Lo que me interesa dejar claro es que no hay músicas intelectuales o corporales, no hay músicas serias o divertidas, no hay músicas apasionadas o gélidas. Todas las melodías y las combinaciones armónicas tocan algo de nuestro ser, pero no el ser de los filósofos, esa entelequia aburrida y fría, sino nuestro ser de goce, el que palpita y piensa, se conmueve y representa simultáneamente. Ese que es puesto en acción por una satisfacción que nos agita, se ordena, se distribuye, se pacifica, finalmente, cuando una simple tecla nos precipita en ese mundo incompleto y bello y desgarrador y feliz que llamamos, simplemente, música.

Entretanto, recomiendo Confluences, el maravilloso trabajo de Ernesto Jodos, un pianista de jazz argentino, grabado junto a Mark Helias en contrabajo y su amigo Barry Altschul, baterista excepcional.

 

 

Ricardo E. Gandolfo


Ricardo E. Gandolfo
Nació en Las Termas de Río Hondo, en 1953. Se licenció en Psicología en 1976. Ha publicado Diario de Babel (Sudamericana, 1981), Ajenos al Vecindario (antología en colaboración, Último Reino, 2009) y Bazar Japonés (Ediciones en Danza, 2012). Practica el psicoanálisis y fue Profesor Titular en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Tucumán. Poemas suyos han aparecido en diversos diarios y revistas del país. También publicó Ensayos Analíticos (2000).