AMIGOS
AMIGOS
Por Virginia Feinmann
Era chica, tendría quince, dieciséis. Vivía en Belgrano y estudiaba inglés en Icana. Mi papá me daba algo a lo que le decíamos mensualidad, aunque me lo daba todos los domingos, cuando me despedía para volver a lo de mamá. Plata. Yo la ahorraba para comprarme un buzo de Lacoste, una pollera tubo de Gloria Vanderbilt, un cardigan de Benetton.
En la esquina de Vuelta de Obligado y Mendoza se juntaban los chicos que pedían en el cine. Seis o siete chicos de distintas alturas, supermugrientos, sentados sobre unas baldosas que estaban más sucias que las otras quizás porque ellos mismos se sentaban ahí, pegoteándolas con cosas. Una vez vi a uno, muy chiquito, estirarse para alcanzar el tubo del teléfono público. No puso monedas, sólo lo agarró, y estuvo un rato largo diciendo “mamá”, “mamá”. Decidí que todos los miércoles les iba a llevar la merienda.
Con la mensualidad compré leche, nesquick, azúcar, un termo, vasos de plástico, pan lactal, preparé sandwiches y los puse en un tupper. Metí todo en la canasta que mi mamá llevaba a la playa cuando nos íbamos a Gesell. Me presenté y les dije que venía a traerles la merienda. Mi plan secreto era entrar en confianza para enseñarles a leer.
No me dijeron sus nombres, ni de dónde eran. Mientras iba sirviendo el nesquick revolvieron los sandwiches, vi tiras de pan y de tomate en el piso muy rápido, volqué un poco de nesquick, no me alcanzó para siete vasos. Algunos se fueron y otros me dijeron que querían sánguche de milanesa. No charlamos.
Durante la semana les sonreí cada vez que pasé, les hice chau con la mano como si ya fuéramos amigos. Al miércoles siguiente, cuando me acercaba con la canasta, dos o tres me reconocieron. Llegué y me preguntaron por los sánguches de milanesa. Les dije que no sabía hacerlos. Ellos conocían una pizzería donde los vendían hechos. Yo les dije que estos tenían queso, tomate y mayonesa, que eran caseros y ricos. Uno me abrazó. Era chiquito y tenía la boca muy mojada. Me dio besos. Lo bajé, le toqué la cabeza, que era como un cepillo engrasado y duro, le pregunté cómo se llamaba. Ya otros me estaban abrazando y dándome besos, y me levantaron la pollera. Me moví rápido pero tenía tres más colgados del cuello con las bocas con restos de miga y leche. Les pedí que se portaran bien. Había llevado libros en la canasta, pero no llegamos a abrirlos.
Seguí yendo varios miércoles. Era más lo que tiraban al piso o escupían que lo que comían. Rompían los sandwiches y los vasitos, y siempre se me colgaban y me metían las manitos en la remera, o abajo de la pollera, hasta que yo le gritaba a alguno y entonces se iban, y así nunca aprendíamos a leer.
Hay que saber trabajar con la marginalidad, me dijo la directora de un proyecto para los sin-techo en Buenos Aires cuando le conté, veinte años después. No es para cualquiera. Ella vivía de la marginalidad y su solución parecía ser tratar mal a todo el mundo. A los marginales y a los que colaborábamos con su proyecto.
Pasé de casualidad el otro día por Vuelta de Obligado y Mendoza, era de noche tardísimo. De entre las plantas de un edificio salió un hombre, un chico-viejo, con gorrita y olor a vino. Hice foco con la mente. Era del grupo de chicos. Cómo está, señora, me dijo. Bien y vos. Bien, siempre acá. La felicito, está linda. Gracias corazón, buenas noches. Buenas noches, señora. Y se volvió a dormir entre las plantas.
Cuando yo iba a bailar tomaba, tomaba clericó y Gancia con limón hasta que no sabía dónde estaba, y justamente por eso tenía un radar para detectar quién era mi amigo y quién mi enemigo. Un gps de lucidez extrema en medio de una gran neblina, un mecanismo de supervivencia que se agarraba de una mirada, de un color de pelo, de un rulo, de un diente torcido, de un anillo, de unas botas puntiagudas, y los grababa a fuego en la memoria para llegar sana y salva a casa, como al parecer durante toda su vida también lo hizo él.
imagen de tapa: Daniela JOZAMI, Superman. Óleo s/hardboard. 40 x 60 cm. Década de los años 80 (Propiedad de Pablo Hernández)